Madre dijo: “No vayas a la guerra, Tony. Nuestra gente nada tiene que ver con
eso, hijo”. Pero no la escuché. Ojalá lo hubiera hecho.
He perdido la noción del tiempo que llevo aquí encerrado. Descartado como
un mecanismo mal construido. Separado de aquellos que no han sucumbido en vida.
“Exceso de pólvora en las venas”, dicen los doctores cuando creen que no
les oigo. “Exceso de alcohol barato en la azotea”, añade otro, provocando la
hilaridad del resto.
No he matado lo suficiente. No he muerto como debería. He cometido el
delito de enloquecer tras haber visto a mis compañeros morir abrasados por un
cañón de vapor o despedazados por una termogranada de metralla.
“Un simple brote de tristeza subcerebral”, declara mi trepanador de
pensamientos, henchido de orgullo por su sapiencia. “Bebe este jarabe y estarás
de vuelta en el frente en una semana”.
Reconozco el brebaje incluso antes de que llegue a tocar mis labios,
catalogándolo según baja por mi garganta como la absenta más extraña que haya
probado nunca.
Poco después, sobre mi catre, en este inducido estado de ensoñación
etílico-psicótica, intento en vano utilizar los sonidos que me rodean como
anclaje a una realidad que se desvanece por momentos de forma terrorífica.
Una ruidosa tartana recorre solitaria la calle que rodea el hogar de los
locos. Petardea ruidosamente mientras el traqueteo a la que el empedrado la
somete convierte el mecanismo en un concierto de fricciones varias. Un ruidoso
recital que se va a apagando según el ingenio mecánico se aleja rápidamente.
Nadie permanece mucho cerca del manicomio. Todos temen las repercusiones socio honrosas
que puede acarrear ser visto cerca del Colmillo, como llaman algunos a este
edificio.
Pronto el silencio deja sitio al ronquido desconsiderado proveniente de
la burgo. Un rugido bestial que hace que me revuelva entre las sábanas,
aterrado de que mi cerebro vaya a quebrarse. Balbuceo palabras de ayuda, pero
he olvidado mi idioma materno, y solo consigo emitir ese incoherente murmullo
agónico que tantas veces he oído por parte del resto de pacientes.
Es entonces cuando le veo. A lo lejos, junto al alfeizar de la puerta.
Manchado de barro como lo estaba el día que le mataron. Me hace gestos para que
me levante, quitándole importancia a mi herida. Soy incapaz de desobeceder la
orden de mi subordinado, y me pongo en pié.
Gigantes babosos bloquean las salidas con sus grotescos cuerpos deformes,
interponiéndose entre mi amigo y yo. Nunca les ha hecho gracia que un paciente
se levante después de que se hayan apagado las luces. Sin excepciones.
Mi reacción ante un enemigo que me ataca surge de forma tan automática
como violenta. Su sangre es del mismo tono verde que el brebaje que me han
suministrado. Corre por las paredes y engalana mi ropa.
Avanzo apresuradamente por el pasillo mientras las paredes golpean mis
hombros. Llamo a gritos a mi compañero caído en combate mientras desciendo por
las escaleras de caracol. Cincuenta puertas, trescientos rostros deformes, dos
mil escalones. La arquitectura se retuerce con intención de confundirme,
pasando del pétreo gótico a la intangible pesadilla. Las puertas se vuelven
fauces y los escalones precipicios. Es entonces cuando me doy cuenta de que me
he perdido.
- ¡Maldita sea, Byron!- grito desde las profundidades de la desesperación-
¡Tenemos que retirarnos antes de que los boches nos encuentren! Me da igual que
estés muerto, soldado. ¡Quiero una ruta de escape ahora mismo!
Ruidos de botas inundan mis oídos. Byron consulta su mapa antes de
indicarme que rodee la colina de engranajes enfrente mío y tome la segunda
garganta de roca por la derecha.
El enemigo dispara sus gritos en contra de mi liberación. Sus proyectiles
zumban a mi alrededor, incapaces de abatirme.
Me agazapo entre el vapor, me escudo en el ruido de la maquinaria y me
escabullo por la ruta que Byron ha sugerido. Cierro una esclusa metálica detrás
mío y corro. Corro como solo un hombre peleando por su vida es capaz de
hacerlo.
Doblamos una esquina y me apoyo contra la pared mientras recupero el
aliento. Byron no aparta la mirada del mapa, sopesando cada opción, escrutando
cada alternativa mientras yo vomito sobre las gastadas baldosas.
- Vamos señor, ya casi lo ha conseguido- me alienta sonriente, sin la mas
mínima sombra de preocupación en su rostro.
Por un segundo olvido mi agónica situación para preguntarme porqué mi
cartógrafo no pluraliza.
Byron me señala un punto concreto en el mapa. La misma ventana que se
encuentra a sus espaldas. La primera
ventana transparente y sin barrotes que veo en lo que parecen ser siglos.
Una sirena suena mientras las estrellas comienzan a poblar el cielo tras
el vidrio. Y a una distancia prudencial del Colmillo, como si no quisiera
contagiarse de locura, la burgo emerge orgullosa del suelo. Un caleidoscopio de
colores ocres y apagados bañados en una bruma blanquecina en contraste con la
oscuridad nocturna. Un orgulloso monumento vertical a las vidas dispares y las
oportunidades plausibles.
El enemigo irrumpe por ambos flancos. Byron levanta la vista del mapa
para mirarme. Es entonces cuando comprendo porqué no puede venir conmigo.
- Adiós soldado. Nos vemos en la otra orilla.
Un estallido de cristales. El mundo gira caóticamente delante de mis ojos
durante una eternidad hasta que una explosión me alcanza. Mi cuerpo grita de
dolor mientras destroza una humilde choza de hojalata en su caída. Gira una y
otra vez sobre el suelo hasta que queda tendido inmóvil boca arriba.
Desconociendo aún si sigo vivo, observo el agujero que he dejado en la
fachada del edificio puntiagudo que acabo de abandonar. Observo cómo esos
abominables seres me miran desde la altura. Sorprendidos de hasta qué punto
estoy loco. Comprobando si por fin he fallecido.
Me incorporo despacio, como si quisiera saborear su decepción. Luego me
giro y corro hacia la burgo ignorando el dolor que inunda mi cuerpo. Impulsado
por la insólita energía del soldado en busca de un poco de paz.
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