miércoles, 25 de febrero de 2015

Heridas de guerra

Madre dijo: “No vayas a la guerra, Tony. Nuestra gente nada tiene que ver con eso, hijo”. Pero no la escuché. Ojalá lo hubiera hecho.
He perdido la noción del tiempo que llevo aquí encerrado. Descartado como un mecanismo mal construido. Separado de aquellos que no han sucumbido en vida.
“Exceso de pólvora en las venas”, dicen los doctores cuando creen que no les oigo. “Exceso de alcohol barato en la azotea”, añade otro, provocando la hilaridad del resto.
No he matado lo suficiente. No he muerto como debería. He cometido el delito de enloquecer tras haber visto a mis compañeros morir abrasados por un cañón de vapor o despedazados por una termogranada de metralla.   
“Un simple brote de tristeza subcerebral”, declara mi trepanador de pensamientos, henchido de orgullo por su sapiencia. “Bebe este jarabe y estarás de vuelta en el frente en una semana”.
Reconozco el brebaje incluso antes de que llegue a tocar mis labios, catalogándolo según baja por mi garganta como la absenta más extraña que haya probado nunca.
Poco después, sobre mi catre, en este inducido estado de ensoñación etílico-psicótica, intento en vano utilizar los sonidos que me rodean como anclaje a una realidad que se desvanece por momentos de forma terrorífica.
Una ruidosa tartana recorre solitaria la calle que rodea el hogar de los locos. Petardea ruidosamente mientras el traqueteo a la que el empedrado la somete convierte el mecanismo en un concierto de fricciones varias. Un ruidoso recital que se va a apagando según el ingenio mecánico se aleja rápidamente. Nadie permanece mucho cerca del manicomio. Todos temen las repercusiones socio honrosas que puede acarrear ser visto cerca del Colmillo, como llaman algunos a este edificio.
Pronto el silencio deja sitio al ronquido desconsiderado proveniente de la burgo. Un rugido bestial que hace que me revuelva entre las sábanas, aterrado de que mi cerebro vaya a quebrarse. Balbuceo palabras de ayuda, pero he olvidado mi idioma materno, y solo consigo emitir ese incoherente murmullo agónico que tantas veces he oído por parte del resto de pacientes.
Es entonces cuando le veo. A lo lejos, junto al alfeizar de la puerta. Manchado de barro como lo estaba el día que le mataron. Me hace gestos para que me levante, quitándole importancia a mi herida. Soy incapaz de desobeceder la orden de mi subordinado, y me pongo en pié.
Gigantes babosos bloquean las salidas con sus grotescos cuerpos deformes, interponiéndose entre mi amigo y yo. Nunca les ha hecho gracia que un paciente se levante después de que se hayan apagado las luces. Sin excepciones.
Mi reacción ante un enemigo que me ataca surge de forma tan automática como violenta. Su sangre es del mismo tono verde que el brebaje que me han suministrado. Corre por las paredes y engalana mi ropa.
Avanzo apresuradamente por el pasillo mientras las paredes golpean mis hombros. Llamo a gritos a mi compañero caído en combate mientras desciendo por las escaleras de caracol. Cincuenta puertas, trescientos rostros deformes, dos mil escalones. La arquitectura se retuerce con intención de confundirme, pasando del pétreo gótico a la intangible pesadilla. Las puertas se vuelven fauces y los escalones precipicios. Es entonces cuando me doy cuenta de que me he perdido.
- ¡Maldita sea, Byron!- grito desde las profundidades de la desesperación- ¡Tenemos que retirarnos antes de que los boches nos encuentren! Me da igual que estés muerto, soldado. ¡Quiero una ruta de escape ahora mismo!
Ruidos de botas inundan mis oídos. Byron consulta su mapa antes de indicarme que rodee la colina de engranajes enfrente mío y tome la segunda garganta de roca por la derecha.
El enemigo dispara sus gritos en contra de mi liberación. Sus proyectiles zumban a mi alrededor, incapaces de abatirme.
Me agazapo entre el vapor, me escudo en el ruido de la maquinaria y me escabullo por la ruta que Byron ha sugerido. Cierro una esclusa metálica detrás mío y corro. Corro como solo un hombre peleando por su vida es capaz de hacerlo.
Doblamos una esquina y me apoyo contra la pared mientras recupero el aliento. Byron no aparta la mirada del mapa, sopesando cada opción, escrutando cada alternativa mientras yo vomito sobre las gastadas baldosas.
- Vamos señor, ya casi lo ha conseguido- me alienta sonriente, sin la mas mínima sombra de preocupación en su rostro.
Por un segundo olvido mi agónica situación para preguntarme porqué mi cartógrafo no pluraliza.
Byron me señala un punto concreto en el mapa. La misma ventana que se encuentra a sus espaldas.  La primera ventana transparente y sin barrotes que veo en lo que parecen ser siglos.
Una sirena suena mientras las estrellas comienzan a poblar el cielo tras el vidrio. Y a una distancia prudencial del Colmillo, como si no quisiera contagiarse de locura, la burgo emerge orgullosa del suelo. Un caleidoscopio de colores ocres y apagados bañados en una bruma blanquecina en contraste con la oscuridad nocturna. Un orgulloso monumento vertical a las vidas dispares y las oportunidades plausibles.
El enemigo irrumpe por ambos flancos. Byron levanta la vista del mapa para mirarme. Es entonces cuando comprendo porqué no puede venir conmigo.
- Adiós soldado. Nos vemos en la otra orilla.
Un estallido de cristales. El mundo gira caóticamente delante de mis ojos durante una eternidad hasta que una explosión me alcanza. Mi cuerpo grita de dolor mientras destroza una humilde choza de hojalata en su caída. Gira una y otra vez sobre el suelo hasta que queda tendido inmóvil boca arriba.
Desconociendo aún si sigo vivo, observo el agujero que he dejado en la fachada del edificio puntiagudo que acabo de abandonar. Observo cómo esos abominables seres me miran desde la altura. Sorprendidos de hasta qué punto estoy loco. Comprobando si por fin he fallecido.
Me incorporo despacio, como si quisiera saborear su decepción. Luego me giro y corro hacia la burgo ignorando el dolor que inunda mi cuerpo. Impulsado por la insólita energía del soldado en busca de un poco de paz.

lunes, 9 de febrero de 2015

El sistema Holmes para huellas dactilares- DIY

Leyendo las novelas de Sir arthur Conan Doyle, me tope con el afamado detective y con su sistema, no son pocas las menciones a Huellas digitales, que se dan en sus casos, así que pensé como lo haría el señor Holmes.

La respuesta fue sencilla, explicare el proceso general, en primer lugar hay que localizar una huella, en segundo lugar hay que obtener una impresión de ellas y un juego con el que comparar.

En primer lugar explicare que para llevar a cabo este sistema necesitas Un objeto del que sacar las huellas, por ejemplo un Candelabro, con una Lupa buscaremos por la superficie del objeto Huellas.


despues con polvo de grafito, que puedes obtener de un portaminas y con ayuda de un mortero y su mano pintaremos con un pincel suave (el mas suave que podamos encontrar) la huella, quitaremos el exceso de grafito soplando.

Ahora tenemos que transferir la huella a papel, lo mas sencillo es usar Papel engomado blanco, mediante exposición directa.

Ahora la parte divertida es con tinta conseguir una impresión de la huella de cada sospechoso, y comparar con ayuda de la lupa hasta alcanzar un resultado satisfactorio.