Uno
de los más complejos juegos hechos hasta el momento.
Un
bocata de tuercas es complejo debido a su sencillez, las reglas son sencillas,
el relato ha de contener un objeto descrito, o citado, este es "Un bocata
de tuercas" tener una extensión de 2000 palabras y ser una historia con un
final cerrado.
Los
relatos participantes.
Anécdotas mecánicas
(Eric Rohnen)
El
viejo caballero se aclaró una vez más la garganta y terminó su explicación:
-Total,
que cuando me quise dar cuenta, llevaba horas enfrascado en ello y seguía sin
conseguir que la vieja tetera de mi tía funcionara como era debido, ¡pero con
todo lo que le había hecho, al menos ahora servía para preparar unos gofres
deliciosos!
El
resto de los presentes rió la ocurrencia preguntándose qué tendría de realidad
y qué parte eran imaginaciones del mariscal Stenovic, que solía pasar días
enteros en la sala común del Instituto compartiendo recuerdos inverosímiles con
cualquiera que se pusiera a tiro. En esta ocasión tenía tres acompañantes,
descontando al autómata sirviente de uno de ellos, el cual esperaba
pacientemente de pie cerca de su amo.
-No imaginaba que ocurrieran esas cosas durante los ejercicios de campo de su
regimiento de fusileros pneumáticos, mariscal. - La alta voz de madame
Cherneshevsky, con su acento eslavo, contrastaba con la vacilante y rasposa
habla del militar retirado. Sus ojos azules se clavaban en cualquiera que
recibiera su atención.
-Uy, si yo le contara, milady. - Volvió a toser con un puño ante la boca. - Un
hombre tiene que hacer frente a los retos allá donde se presenten, y además…
-Me disculpará si le interrumpo, mariscal, pero me veo obligada a añadir que no
sólo los hombres. - La menuda jovencita de pelo moreno corto y pantalones de
taller con tirantes alzó una mano para acompañar sus palabras desde su sillón,
enfrente al del viejo. - Sin ir más lejos, yo tuve que arreglar hace unos meses
el carrillón del reloj de la torre del ayuntamiento de Módena de prisa y
corriendo con lo que tenía a mi alcance, que era únicamente un juego de levas
en su eje y una reductora de velocidad múltiple.
-Hummm, ¿y cuál era el reto, señorita Mutti? - El mariscal parpadeó
repetidamente al preguntar, intrigado. - Con esa maquinaria debería bastar
seguramente.
La
mecánica de corta estatura se echó hacia delante sobre su asiento, apoyando las
manos en ambos reposaderos y marcando los músculos de sus hombros y espalda,
acostumbrados al esfuerzo físico, por debajo de la camisa.
-Pues que eran descartes de una hilatura, el conjunto medía 34 pies de largo,
!y pesaba 6 toneladas!
-Oh. Entiendo.
Los
demás volvieron a reír. En esta ocasión, el único que no había hablado aún
intervino.
-Estoy seguro de que el mariscal no tenía intención de ofender, Roberta. - Miró
a ambos conciliador. - Todos aquí hemos enfrentado problemas complejos en más
de una ocasión. - Alzó casualmente su mano derecha, cuya historia ya conocían
los demás.
-Gracias, Herr Folkvanger, muy cierto, muy cierto. - El viejo se volvió hacia
ambas mujeres y se inclinó aparatosamente a la vez que se levantaba brevemente.
- Les ruego disculpen la falta de cortesía de este viejo.
-No se preocupe, mariscal Stenovic. No sería la primera ni la peor ocasión en
que un hombre me pone en una situación comprometida. - La mirada de madame
Cherneshevsky y el discreto movimiento para asegurarse de que no había nadie
más cerca de ellos, les decía que iba a ser una confidencia que no debería
contar pero que de todas formas iba a relatarles. - ¿Recuerdan ustedes al
último Duque de Oro?
-Claro, incluso tuve la ocasión de conocerle antes de jubilarme. Un personaje
curioso, algo obsesivo. Reconozco que no me sorprendió demasiado la forma en
que acabó. - Mutti y Folkvanger asintieron, corroborando las palabras del
hombre mayor.
-El caso es que vino a verme para proponerme que trabajara con él. ¡Pretendía
que yo modificara un huevo de Fabergé para esconder en él un explosivo! Menuda
desfachatez. Tenía en mente, por supuesto, atentar contra el zar. Como pueden
imaginar, le dí largas y avisé de inmediato al servicio secreto imperial.
-Ah, eso explica lo que le pasó entonces. - El viejo inspiró hondo y se hinchó
como una paloma. - Qué orgullo y alegría ver que es usted una fiel defensora del
orden tradicional, mi querida dama.
Madame
Cherneshevsky soltó una risa elegante pero muy sonora a la vez que volvía la
cara de nuevo para mirar a su alrededor, bajando ahora la voz.
-¿Monárquica
yo? Me ha malinterpretado usted, mi querido mariscal, el principal motivo para
negarme fue que no podía permitir que alguien destrozara una obra de arte, ni
yo ni ningún otro. - Ladeó la cabeza con picardía al ver el gesto de sorpresa
en los demás. - Además, la zarina organiza unas fiestas espléndidas, lamentaría
no poder volver a casa de los Romanov.
En
esta ocasión sólo Folkvanger se rió, aunque por lo bajo, conocedor del gusto
por las fiestas de la alta sociedad de la profesora invitada por el Instituto
para compartir su experiencia durante ese año.
-Veo que tú me entiendes, Kassius. - La dama y él eran ya amigos desde hacía
unos años. - Eso fue poco antes de que llegaras a San Petersburgo con Hans, que
en paz descanse. Tengo entendido que este autómata te lo cedió él, ¿no? - Señaló
a la máquina humanoide que se encontraba de pie tras del sofá del ingeniero.
-En efecto, Ruriek fue un regalo del profesor Linge, aunque desde entonces le
he hecho unas cuantas mejoras. - Le guiñó el ojo.
-¿Como cuáles? - La curiosidad de mecánica de Roberta Mutti saltó sin pedir
permiso a la palestra.
-Bueno, últimamente he estado refinando su cerebro para darle una suerte de
iniciativa. - Gesticuló de forma vaga con las manos. - Estuve jugando con la
ampliación de su percepción del contexto y la realización de conexiones
espontáneas entre conceptos de su base de datos interna mediante un mecanismo
de aleatorización. - Se mordió el labio inferior. - No está aún donde pretendía
llevarle, pero estas modificaciones han provocado que aparezcan una serie de guiños
inesperados, como por ejemplo,...
En
ese momento llegará el camarero a preguntarles si estaba todo en orden y
recoger el juego de té.
-¿Desean
que les traiga algo más?, ¿quizá algo de pastel de zanahoria?
De
repente, antes de que ninguno respondiera, Ruriek se puso en marcha y se acercó
al muchacho con la bandeja, poniendo suavemente una mano sobre su hombro.
-A mí si es tan amable, tráigamente un bocadillo de tuercas, joven.
Tras
el momento inicial de sorpresa y silencio, ambas mujeres se rieron
ruidosamente, acompañadas luego por el mariscal. Todos miraban no al autómata,
sino a su dueño.
-Como iba diciendo, guiños inesperados. - Sonrió disfrutando de lo oportuno del
momento. - El más habitual de los cuales es una especie de sentido del humor.
Bocata de tuercas
(Ángela Ramos)
-¡Aceite
usado! ¡Se vende aceite usado!
Las
sucias calles retumbaban con el repiqueteo de aquel carromato conducido por una
vieja. Aaron asomó su pequeña cabeza. Tenía frío y hambre. Pidió un tarro del néctar
que no podía tomar. Se lo llevaría a sus padres. Pagó con las monedas que había
conseguido mendigando. A sus grandes ojos grises y voz de porcelana no se les
podía negar nada. Con el grasiento botín marchó a su mísera casa.
Aaron
era huérfano, fue abandonado en un orfanato que cerró varios años atrás. Tras
vagar por los peores barrios fue acogido por la pareja Asimovsky. Eran dos
autómatas que habían servido a un gran noble. Pero al morir fueron despedidos
ya que a los hijos del anciano no les gustaban aquellas “frías máquinas”. Mas
Aaron no creía que Ruthera (antigua cuidadora) y Pietor Asimovsky (chófer y
mecánico) fueran un saco de engranajes sin sentimientos. El conde de Asimovsky
era considerado uno de los grandes creadores de autómatas, autómatas que muchas
veces eran más empáticos que algunas personas.
-Os
he traído aceite. –Dijo Aaron.
-¡Oh,
cielo! –Respondió Ruthera con una mecánica aunque afable voz- ¡Eres un sol! –lo
abrazó- ¿Quieres un bocata de tuercas?
El
bocata no era más que dos planchas de metal oscuro con algunas tuercas de
diferentes tamaños y colores. Aaron nunca rechazaba un bocata de tuercas, pues
las piezas que lo formaban era bien de Ruthera bien de Pietor, quienes lo
hacían con su mejor intención. Aquello le ponía muy triste. Entonces, vio como
a Pietor le costaba doblar un brazo: el bocata era de él. Con una melancólica
sonrisa tomó el manjar y anunció que iba a salir. Aaron canjeaba las piezas por
alguna fruta, pan, agua y, con suerte, un plato de sopa y carne.
Un
día, mientras cantaba en la plaza del pueblo para ganar unas monedas, un hombre
muy alto y muy bien vestido se acercó a él:
-Tienes
una voz preciosa. Dime, jovencito, ¿quién te ha enseñado a cantar así?
-Nadie,
señor. –El hombre de bigote fino le miró asombrado.
-¿Te
gustaría venir a la Academia de Música? Allí podrías mejorar mucho…
-No
tengo dinero, señor. –El hombre sonrió.
-No
te preocupes. Mañana vendré a escucharte otra vez, y tal vez pueda conseguirte
una plaza grates, ¿vale?
Aaron
asintió y vio como el hombre se alejaba.
Pasaron
los días, y el señor Muslov (profesor de la Academia) escuchaba a Aaron,
dándole consejos y enseñándole él mismo en su casa mientras quedaba una
vacante. Unas semanas más tarde, Aaron vino con una bolsa llena de monedas. Lo
que el profesor no sabía era que aquel dinero era el trueque de muchos bocatas
de tuercas.
Aaron
entró en la escuela y, mientras el progresaba y medraba, los Asimovsky iban
destrozándose paulatinamente:
Ruthera
había perdido una pierna por completo y su mecanismo fónico apenas funcionaba.
El rostro de Pietor se había reducido a lo básico y se podía ver parte de los
cables y engranajes internos que lo hacían funcionar. Apenas podía arreglarse a
sí mismos.
Aaron
pasaba todo el tiempo en casa del profesor Muslov. Ya no volvía por las calles
de la decrépita vendedora de aceite usado. Un día llegó su primer gran
concierto; le sucedieron muchos otros, y vio en Muslov a un nuevo padre. ¡Si el
profesor hubiera sabido la verdad oculta!
Han
pasado varios años desde que Aaron creció y se hizo un gran cantante que vivía
en caras mansiones, siempre con su profesor. En eso, el profesor contrató a una
autómata para que se ocupase de la casa y de su cuidado, pues ya era muy mayor.
Aquello le trajo a la mente la pareja Asimovsky. Como si tuviese una suerte de
resorte bajó corriendo a su antiguo hogar.
Cayó
al suelo, sus lágrimas tiznaron los escombros:
Como
estatuas principescas mutiladas por la golondrina, tan solo quedaban los dos
corazones que latían con un ritmo moribundo entre las paredes caídas. Aarón se
acercó a recogerlos empapado de angustia. En su mente resonaban las palabras de
la dulce Ruthera y del bueno de Pietor, eco que ya no lo abandonaría, que lo
convertiría en un carcamal oxidado, solitario y hermético en su propia prisión,
con aquellos dos corazones guardados con cariño en una vitrina; esas palabras
que le traían unos recuerdos inolvidables, esa sonrisa mecánica más cálida que
cualquier humana…
-¿Quieres
un bocata de tuercas?
¡Menos zinc y mas hierro!
(Mikel Villafranca)
Todos
conocéis los hechos de la pasada primavera y cómo los trabajadores autómatas se
rebelaron contra su blandito opresor, y claro está que conocéis su lema “Menos
zinc y mas hierro”. Pero creo que ninguno conocéis el germen de este lema y de
esta revuelta.
Para
empezar a contaros esta historia tengo que presentarme. Mi nombre es Marcus
Zinerman, y soy doctor de autómatas, vivo y trabajo en la barriada de la chapa.
El peor barrio de autómatas de la ciudad, justo encima del “Tuercas y
Tornillos” Cafetería ferretería.
Y
fue en ese lugar donde se prendió la chispa de la revolución.
“Marchando
un bocata de Tuercas, y vaso grande de aceite de motor” Anunció la metálica voz
vagamente femenina con tonos de clavicordio, la camarera robot era una máquina
de la “Serie 7” mucho mas humanoide que las anteriores, la chapa que cubría su
esqueleto y maquinaria había sido moldeada con las típicas curvas femeninas, y
se la había programado con ademanes de mujer joven, por eso se llevaba una mano
a la cadera quedando en jarras y con la bandeja en la otra mano.
El
autómata obrero sentado a mi lado en la barra levantó la cabeza, y con la mano
se quitó la visera de pana mugrienta, y anunció agitándola que era el deseoso
consumidor de dichos manjares. Volví a bajar la mirada, delante de mi estaba la
laringe mecánica de aquel individuo, entre mis patatas fritas y mi hamburguesa
casi al punto, bebí lo que quedaba de mi batido, y volví a atornillar la tapa
del filtro, accioné manualmente el mecanismo para comprobar si funcionaba bien,
si aquello ya estaba mejor, guardé el destornillador en el estuche de tela
enrrollable y mientras sin levantar los ojos di mi opinión médica al paciente
sentado en la mesa junto a mí, “es el polvo de carbón, ha atascado el filtro de
la laringe mecánica, te lo he limpiado, y ya vuelve a funcionar, pero no durará
mucho, necesitas un filtro nuevo”.
El
autómata- 7645A (creo que ese es su nombre) al que había llamado desde hace
años Alberto, me miró mientras recogía la pieza, y la colocaba en la cavidad
bajo su mentón mecánico. Su voz sonó mecánica, era una pieza anticuada que producía
una voz imperfecta y llena de ruidos. “Ya hemos hablado de eso doctor. Es una
pieza cara e innecesaria para el trabajo”- Y estrictamente era cierto.
Asentí,
mientras veía como agarraba el bocata de tuercas, dos obleas metálicas de chapa
fina recubriendo tuercas metálicas de métrica 5, cientos de ellas. E introducía
el conjunto en su abertura facial, justo debajo de los faros oculares la
portilla dentada se cerró rompiendo la oblea con sumo cuidado y empezó el
proceso de digestión mecánica.
“Este
bocata tiene mucho Zinc” Espetó Alberto, acompañó su expresión con dos
bocanadas de vapor saliendo del tubo de escape facial, algo que yo había
aprendido a reconocer como enfado, a partir de este momento yo me convertí en
un mero observador.
“Es
cierto” corroboró un autómata de la serie 1 que estaba apoltronado cerca de el
buffet de tuercas y tornillos, “todo tiene mucho Zinc” su voz era un conjunto
de chasquidos mecánicos y conos micro perforados, su vocabulario de unas
doscientas cincuenta palabras “todo mas zinc que antes”. Yo di los últimos
mordiscos a mi hamburguesa, y acabé mis patatas, mientras un coro de voces
mecánicas de muchos timbres distintos creaban una cacofonía.
Todas
las voces se callaron de súbito, habían alcanzado un acuerdo, “Ahora todo tiene
mas zinc, y por ende es menos alimenticio y mas barato de fabricar”- Sentenció
un autómata de la serie 5 , yo era su médico y como tal le reconocí en el acto,
era Sirius, el sindicalista, “La pregunta es qué vamos a hacer al respecto.
Vamos a dejar que los “blanditos”-Me señalo con su dedo largo y cromado- nos
envenenen con comidas de mala calidad,-Bajó la voz drásticamente- No va por
usted, Doctor, sabemos que usted es bueno con nosotros- subió la voz hasta casi
un grito agónico- o vamos a hacer algo al respecto”
El
prorrumpir de chasquidos y quejidos metálicos llegó en el acto, y un coro de
muchas voces mecánicas y con tonos dispares empezó a corear un eslogan que
pronto causaría miedo y dolor “¡Menos Zinc y mas Hierro! ¡Menos Zinc y mas
Hierro! ¡Menos Zinc y mas Hierro! ¡Menos Zinc y mas Hierro!...”
El
local se vacío casi en el acto, y una muchedumbre metálica invadió la calle,
golpearon en las paredes de chapa de la barriada, y gritaron y hablaron a sus
ocupantes, de la veinte original ya solo se veía su nutrida retaguardia, con el
sindicalista a la cabeza, y cada vez mas autómatas en una turba que crecía y
crecía cada vez mas, yendo hacia el centro de la ciudad.
Acabé
mis patatas fritas y miré a la Camarera de la Serie 7, que aun seguía allí
plantada. La única de todos los autómatas que seguía en el local, “¿qué ocurre?
-pregunté.” y ella contestó: “se han ido sin pagar”- su voz sonó con verdadera
afectación en agudos - apenas pude contener una sonrisa. “ponme otra
hamburguesa y pásame la cuenta de todos ¿quieres?, antes o después todos me
pagaran lo que deben. - y reí como no había reído en años.
Siempre
he defendido que cuantos mas autómatas diseñábamos mas humanos hacíamos cada
diseño y aquella escena era un claro ejemplo de que la tesis era cierta. Era
tan cierta que en mi opinión habíamos jugado a ser Dios y para nuestra
desgracia habíamos triunfado, es por eso por lo que en mi puesta ponía Doctor y
no Mecánico, es por que los autómatas eran mas humanos que los humanos a los
que llamaban despectivamente blanditos.
En
la radio no tardaron en hacerse eco de la noticia y mientras la camarera barría
y limpiaba el local yo degustaba mi segunda hamburguesa completa, al principio
los periodistas humanos hablaban de un virus mecánico que había afectado el
comportamiento de decenas de autómatas, y mas tarde de una turba de
manifestantes. “Pon la Emisora Trece, por favor- Dije a la camarera”, que
accionó el dial del dorso de su mano para complacerme.
“Cientos
de hermanos mecánicos se congregan a las puertas del senado gritando “¡Menos
Zinc y mas Hierro!” esto es una revolución”- Graznaba la mecánica voz del
locutor. “parece que ya llegan las tropas de choque metalizadas para disolver a
los manifestantes, que esta ocurriendo no lo puedo ver bien.... …... ….. Me
informan que se ha iniciado una batalla campal entre los blanditos y los
manifestantes estos últimos apoyados por las fuerzas de choque metalizadas.....
….. - unos minutos después sin emisión y se reanudó- parece que los blanditos
han movilizado al ejercito y los reservistas blanditos, y ya llegan a la
refriega, lo que empezó como una revuelta pacifica se ha convertido en una
matanza, hay líquido de transmisión por todos lados y carcasas agujereadas, o
por la Santa Tuerca parece que han abierto fuego contra los manifestantes....-
La trasmisión se cortó y ya no volvió a restablecerse.
Los
blanditos habían ganado. La revuelta había sido extinguida.
Y
las consecuencias ya las conoces, así que dime una cosa ¿tú que crees? ¿fueron
unos revolucionarios o una panda de dementes? Y es importante que lo decidas
tú, por que de tu decisión depende el futuro. ¡¡¡¡“Menos Zinc y Mas hierro”!!!!
Venn
(Antonio Torrico)
Un sonoro tic tac me sacó de mi sopor
mucho antes de volver a ser consciente de cosas tan sencillas como quién era o
dónde me encontraba. La cabeza me dolía horriblemente y apenas podía ver más
allá de unos párpados que se negaban a abrirse del todo. Cuando volví a ser
dueño de mis sentidos y recuerdos, la situación casi me lleva al desespero. Me
encontraba en el interior de un gigantesco mecanismo, sobre una extensa
plataforma de madera. Una plataforma que se estrechaba y dividía en varias
pasarelas que recorrían los recovecos de esa enorme maquinaria en la que me
encontraba. Y en el centro de aquellas pasarelas de madera, un único raíl
metálico parecido al que usan los moto tranvías que recorren la ciudad de la
que provengo.
La gigantesca estancia está en constante
movimiento. Engranajes girando unos sobre otros desde sus ejes al son de ese
omnipresente tic tac que se colaba en mis entrañas. Un enorme péndulo de cobre
se balanceaba bajo mis pies, oculto su extremo en una caída infinita hacia la
oscuridad. Toda la estancia era iluminada tenuemente por una luz lunar azulada
que traspasa la traslúcida esfera de un reloj de proporciones imposibles,
llenando la estancia en la que me encontraba de sombras inquietas y recovecos
oscuros. Una habitación que no descansa nunca. Un lugar que no conoce la
quietud. Recordándome con cada movimiento de aquel segundero que se intuía al
otro lado de aquella resplandeciente esfera tanto la mortalidad del Hombre como
la magnitud de mi derrota.
Me avisaron contra el Doctor. Me dijeron
que no le persiguiera, fuera cual fuese la recompensa que ofrecían por su
captura. Ojalá les hubiera escuchado. Pero jamás creí que aquel anciano pudiera
tener la capacidad de vencer a mi estoque, escapar de mi trabuco o esquivar mis
expertos puños.
Un feo reguero de sangre seca recorría mi
frente señalando con su origen la herida que había provocado mi inconsciencia.
Maldito sea ese desquiciado científico y sus aparatosos artilugios de combate.
Pronto fui consciente de que no estaba solo
dentro del cronógrafo. Otro artilugio mecánico se acercó a mí mientras estaba
enfrascado en golpear la esfera del reloj con una tabla que había conseguido
desprender de la pasarela con el fin de hacerme con una vía de escape. Se
acercó a mí sin que me diera cuenta y me sobresalté al ser consciente de lo que
se encontraba a mi espalda. Sobre ese estrecho cilindro que le permitía moverse
a lo largo del riel se encontraba un deforme cuerpo metálico con multitud de
brazos, cada uno acabado en una herramienta diferente. Todas ellas artilugios
retorcidos que recordaban más a instrumentos de tortura que aparejos de
tornero. Uno de esos brazos acababa en una escuálida zarpa de acero. Esta
sostenía un trozo de pan que albergaba dentro tuercas de metal. Alargando
aquella extremidad, abrió aquellos dedos puntiagudos para ofrecérmelo. Sobre
aquel tronco de chapa, una cabeza a la que su creador no había dado prioridad
me miraba deforme con algo en ella que mi desesperación me hizo interpretar
como algún tipo de gesto.
Llevaba dos días sin más sustento que el
agua de lluvia que se filtraba por las rendijas de un techo que la oscuridad
nunca me había mostrado, por lo que me lancé a por aquel trozo de pan ignorando
el riesgo a mi seguridad que aquellas extremidades suponían. Dejé caer al suelo
de madera las piezas metálicas mientras devoraba con fruición el pan que mi
nuevo amigo sin alma me había traído. Este miraba las tuercas rodar por el
suelo sin comprender apenas porqué desperdiciaba tan suculento acompañamiento.
Debía ser parte del mecanismo del reloj.
Lo ajustaba y engrasaba cuando era necesario. Y de alguna forma, ahora me
consideraba parte de ese complejo entramado mecánico, porque cada día llegaba a
la misma hora con aquel bocadillo de tuercas del que yo solo aprovechaba el
pan. Como si se ocupara de una pieza que funciona mal. Como si hubiera pasado a
formar parte de su protocolo de mantenimiento.
Intenté hablar con él sin conseguir la más
mínima respuesta. Sabía que era inútil intentarlo pero pronto mi creciente
soledad empezó a jugarme malas pasadas. Le puse nombre, esperaba con ilusión su
visita diaria y pronto empecé a considerarle como a un amigo. Me reía de mí
mismo cuando pensaba en aquello, prisionero como estaba en aquel reloj ideado
por una mente enferma. La mente de un hombre que me había encerrado dentro de
aquella máquina eterna para verme perder la cordura con cada bocadillo de
desperdiciado embutido metálico que deglutía. Con aquel infinito tic tac que me
estaba robando la vida. Con aquel amigo que su creador presupuso que no podía
saber lo que era la amistad. Aquel error le costó la vida.
Aunque es difícil admirar la prisión en la
que te encerraron durante tanto tiempo, así como la obra de quien odiaste hasta
matarle, no puedo menos que sonreír al contemplar la torre del reloj desde la
ventana de mi cuarto. Una obra maestra de ingeniería que seguirá funcionando
mucho después de que todos nosotros hayamos muerto. Mi amigo se ocupará de que
así sea.