Los bailes que quedaban lejos.
Margerite-23
Las bombas caían por todas partes, haciendo saltar
tierra, madera, metal y engranajes a partes iguales. La soldado Margerite-23 se
arriesgó a salir de la trinchera, junto a otros compañeros y una enrome bolsa,
para recoger las piezas que fueran reutilizables: piernas, brazos, alguna
cabeza, órganos de muelle y tela. Intentó aguantar su horror al ver los ojos de
cristal mirándola con fijeza y el aceite correando entre sus dedos. Metió las
piezas rápidamente en la bolsa, hasta que una bomba estalló pocos metros
delante de ella, lanzándola hacía atrás. Sintió un pitido en los oídos y el
éter recorriendo sus mejillas, miró su abdomen y pudo ver que su relleno de
lana y mejunjes químicos mostrando su interior. Se arrastró despacio hasta la
trinchera donde estaban los mecánicos intentando hacer lo que podían. Varias de
las ayudantes gritaban para llamar a los especialistas, pero Margerite-23 no
era capaz de escucharles. Sus oídos se habían estropeado.
Todos eran autómatas como ella. Todos eran carne de
cañón, enviados a una guerra con los alemanes sin posibilidades de salvación.
Los humanos decían que no podían ser capaces de
tener miedo, que su cuerpo solo era un amasijo de material inorgánico.
Entonces, ¿por qué siempre le temblaba su cuerpo o deseaba gritar a cada poco?
En cambio, en su pecho estaba la tarjeta perforada con sus instrucciones,
diciendo que no era capaz de tener pánico.
Dejó una bolsa al lado de James-41, el viejo
chambelán de aquella fiesta sin fin que había sido su vida. Ella se había
dedicado a bailar día y noche para la niña reina, que creaba sus cuentos de
hadas con aquellos enormes armatostes sin vida; mientras, el hombre enjuto
había pasado a ser un guardián del orden y la decencia, a un reprogramado que
podía curar a sus semejantes, que batallaban en una lucha humana.
―Que no se desperdicien vidas ―exigió el rey mirando
a las muñecas gigantescas de su niña.
Margerite-23 miró cómo los mecánicos se giraban a
ella. La cogieron y la colocaron encima de una mesa de reparaciones. Sintió
como hurgaban en sus vísceras, intentando repararla y recomponerla. Miró a los
allí presentes sin saber qué hacer, escuchó un sollozo proveniente de su
garganta y se sorprendió; no sabía que era capaz de hacer eso, tampoco de que
su pecho latiera angustiado o que su cabeza fuera capaz de recordar las
imágenes de sí misma ataviada con un gran traje y moviéndose con un guapo
autómata enmascarado. Sonrió al recordar los buenos tiempos en los que no tenía
angustias ni tampoco necesitaba pensar. En los que no pasaba las noches en vela
escuchando gritos de dolor, vidas que no eran tales apagándose y ella
intentando sobrevivir con una mente que nunca le correspondió.
James-41 apartó a los demás y la cogió en brazos con
suavidad. Margerite-23 sintió que sus piernas apenas podían sostenerse, aun a
pesar de su rigidez.
―Baila conmigo, preciosa muñequita ―pidió el
chambelán moviéndose―. Baila una última vez. Por lo viejos tiempos, por los
bailes que quedaron atrás.
Y ella pateó mientras el hombre la movía con dulzura
por la carpa. Sabía que lo hacía porque se conocieron cuando eran ingenuos y
felices. Se apoyó en su hombro y cerró los ojos, volviéndose a ver abrumada por
los recuerdos, consiguió llorar una única lágrima de éter antes de
desconectarse y ser arrojada a un lado, donde se guardaba la chatarra para
reparar a los que aún tenían posibilidades.
Escrito por Laura Alfranca.
(Publicado en Ácronos, y cedido a SPM.)
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