jueves, 11 de agosto de 2016

Los pretendientes de la Señorita Wolff

Todo había sido muy inoportuno. Todo había sido muy inconveniente. Una casualidad inocente producto de un embelesamiento doble que ambos pretendientes quisieron formalizar al mismo tiempo, de forma apresurada, y sin aviso previo al padre de la joven.
Había sido uno de los días más calurosos de uno de los años más calurosos que se recordaban. Agosto amenazaba con no remitir nunca mientras hasta los agricultores suspiraban por las nieves de invierno. Los habitantes de Stromboly se refugiaban en sus casas durante las horas centrales del día. Devoraban sandía, absorvían agua con avaricia, y dormían profundamente la siesta intentando paliar un calor tan intenso que se decía que volvía locos a los hombres. Una extraña afección veraniega que alejaba al género masculino del ser humano para acercarlo a las bestias. Las jóvenes del burgo nunca salían sin un pariente que las acompañara, conscientes de que en esa época los jóvenes ya eran hombres para amar, pero no para dominarse.
El sol se posaba sobre el horizonte, pintando el paisaje de tonos naranja intenso cuando el joven Volden Stenfelworth, acompañado de su padre, acudió sin haber sido invitado a la villa de los Wolff para tratar un tema importante en referencia a su joven y preciosa hija. La señora Wolff les recibió en la puerta pidiéndoles excusas por no poder atenderles ese día, aduciendo que no era un buen momento. Pero el joven Stenfelworth insistió en que debía hablar con el padre de la joven inmediatamente. Irrumpió en la casa que ya había visitado con anterioridad, avanzando como una exhalación hacia el recibidor principal mientras a su espalda la señora Wolff y su propio padre intentaban detenerle informándole sobre lo inapropiado de su comportamiento.
No fue hasta que llegó a su destino cuando comprendió los motivos de la madre de la joven para impedirle que entrara. En el amplio salón de la familia se encontró al señor Wolff sentado en su butaca patriarcal mientras el señor Niemann y su apuesto hijo parecían estar tratando un tema importante, mientras la joven Wolff se esforzaba en preparar y servir el té de esa forma tan atenta, servicial y recatada como su madre le había enseñado hacer durante toda su vida.
Los jóvenes Niemann y Stenfelworth habían sido amigos desde niños, lo que no impidió que las indirectas y los reproches velados dieran paso poco después a las acusaciones y los insultos. Los padres de los muchachos intentaban  calmarles sin ningún éxito mientras la señorita Wolff observaba a ambos pretendientes con gesto espantado para luego mirar a su madre, que contemplaba la escena con un gesto parecido, ambas conscientes de las consecuencias que ese exceso de temperamento podría traer consigo.
Los guantes no tardaron en volar de un extremo a otro de la sala. Los padres de ambos contendientes confirmaron  el duelo sin dilación, visiblemente orgullosos del valor de sus hijos y secretamente temerosos de la suerte que este podría llegar a traerles.
La joven Wolff intentó detenerles en un acto desesperado de salvar la vida a uno de aquellos hombres a los que apreciaba enormemente, así como de evitar tener que casarse con el asesino de un gran amigo.
Sin embargo los hombres que poblaban el salón la miraron con hostilidad. ¿Cómo osaba interferir en los asuntos de los hombres? ¿Quién era ella para decir nada respecto a lo que estaba sucediendo?
El señor Niemann y Stenfelworth establecieron la fecha del duelo para el día siguiente, pero los jóvenes no quisieron esperar ni un minuto para ajustar cuentas. Sus padres insistieron en posponer el duelo debido a que estaba oscureciendo, lo que dificultaría el poder apuntar al contrincante debidamente, pero sus hijos insistieron en llevar a cabo la satisfacción de su honor sin perder un momento.
Poco después y ya a la luz de los candiles, las pistolas estaban sobre la mesa plegable que se había colocado en una explanada cercana. Un pequeño bosque de abedules crecía adyacente al campo del honor. El viento hacía sonar sus hojas en una oscura letanía, tan melancólica como terrible. Los padres de los duelistas revisaban el instrumento del contrincante a modo de secretarios mientras los jóvenes se remangaban la camisa a la vez que se dirigían mutuas miradas del más profundo y sentido odio.
La señorita Wolff observaba la escena desde uno de los lados de la explanada, acompañada de su propio padre. Este había insistido en que no acudiera al duelo, pero ella, por primera vez en su vida, desobedeció la voluntad de su padre, aduciendo la esperanza de que su presencia allí pusiera fin a la barbarie. Nada más lejos de la realidad. Los duelistas no eran conscientes de ninguna otra cosa que no fuera la presencia de su abominable contrincante así como la salvaje e imperiosa necesidad de restablecer su honor. Aquella mujer ni siquiera existía para ellos. El romanticismo había sido vencido por el temperamento. La vida en aquellos instantes no era otra cosa que el rival, el poblado cielo nocturno y la omnipresente muerte.
Espalda contra espalda, los dos hombres comenzaron a alejarse el uno del otro contando los pasos con las pistolas en ristre.
Los candiles colocados sobre sendos palos clavados en el centro del campo apenas arrojaban luz suficiente sobre una noche sin luna que hacía que las estrellas brillaran con furia. Los duelistas se alejaban de la luz artificial y eran deglutidos por la oscuridad de la noche según se distanciaban el uno del otro. Al llegar al final de su corto trayecto, ambos se dieron la vuelta rápidamente e hicieron funcionar sus armas con estrépito, ansiosos de ver cumplido su más ferviente deseo. Sin embargo, ningún sonido de un cuerpo cayendo sobre la tierra se oyó tras la detonación de pólvora. La oscuridad en la que ambos estaban envueltos había hecho fallar el tiro tanto a uno como a otro.
Las reglas establecían que debía volverse a cargar las pistolas y repetirse el disparo. Sin embargo aquellos hombres, presa de una furia sin parangón, se lanzaron el uno hacia el otro dispuestos a matarse con sus propias manos. El señor Niemann era un experto en Boxeo y Bartitsu. El señor Stenfelworth, por su parte, era más del gusto de aquel estilo de pelea traído de las tierras de oriente basado en el uso de las piernas propio del populacho y tan mal considerado entre la aristocracia.
Pronto el combate cuerpo a cuerpo tiró al suelo los candiles, provocando que se apagaran. Las oscuras siluetas de los combatientes se recortaban sobre un manto de estrellas encima suyo que comenzaba a lanzar cuerpos incandescentes de un lado a otro del firmamento nocturno. Un gancho de izquierda del señor Niemann amenazó con noquear a su rival, pero este, poco dispuesto a dejarse vencer y aprovechando la distancia que el retroceso le había dado, lanzó una poderosa patada con vuelta a la cabeza de su rival, que tiñó el firmamento de rojo.
La señorita Wolff se sentía hipnotizada por la escena que se le presentaba. Las magnificas siluetas de aquellos jóvenes en la flor de la vida, recortadas por un cielo que lloraba por la suerte de aquella mujer, pretendida por unos hombres que lo único que pretendían era la destrucción de la otra persona.
Los expertos movimientos marciales de los contendientes así como la lluvia de estrellas que estaba contemplando hicieron que se sintiera excepcional por primera vez en su vida.
Abrazó a su padre con cariño mientras se acurrucaba en el calor que desprendía. Feliz como no recordaba haberlo estado jamás. Sabiendo que ninguno de esos dos idiotas moriría aquella noche, así como previendo los cambios que se iban a producir en su vida de allí en adelante.

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