Todo había sido muy
inoportuno. Todo había sido muy inconveniente. Una casualidad inocente producto
de un embelesamiento doble que ambos pretendientes quisieron formalizar al
mismo tiempo, de forma apresurada, y sin aviso previo al padre de la joven.
Había sido uno de los días
más calurosos de uno de los años más calurosos que se recordaban. Agosto
amenazaba con no remitir nunca mientras hasta los agricultores suspiraban por
las nieves de invierno. Los habitantes de Stromboly se refugiaban en sus casas
durante las horas centrales del día. Devoraban sandía, absorvían agua con
avaricia, y dormían profundamente la siesta intentando paliar un calor tan
intenso que se decía que volvía locos a los hombres. Una extraña afección
veraniega que alejaba al género masculino del ser humano para acercarlo a las
bestias. Las jóvenes del burgo nunca salían sin un pariente que las acompañara,
conscientes de que en esa época los jóvenes ya eran hombres para amar, pero no
para dominarse.
El sol se posaba sobre el
horizonte, pintando el paisaje de tonos naranja intenso cuando el joven Volden
Stenfelworth, acompañado de su padre, acudió sin haber sido invitado a la villa
de los Wolff para tratar un tema importante en referencia a su joven y preciosa
hija. La señora Wolff les recibió en la puerta pidiéndoles excusas por no poder
atenderles ese día, aduciendo que no era un buen momento. Pero el joven
Stenfelworth insistió en que debía hablar con el padre de la joven
inmediatamente. Irrumpió en la casa que ya había visitado con anterioridad,
avanzando como una exhalación hacia el recibidor principal mientras a su
espalda la señora Wolff y su propio padre intentaban detenerle informándole
sobre lo inapropiado de su comportamiento.
No fue hasta que llegó a su
destino cuando comprendió los motivos de la madre de la joven para impedirle
que entrara. En el amplio salón de la familia se encontró al señor Wolff
sentado en su butaca patriarcal mientras el señor Niemann y su apuesto hijo
parecían estar tratando un tema importante, mientras la joven Wolff se
esforzaba en preparar y servir el té de esa forma tan atenta, servicial y
recatada como su madre le había enseñado hacer durante toda su vida.
Los jóvenes Niemann y
Stenfelworth habían sido amigos desde niños, lo que no impidió que las indirectas
y los reproches velados dieran paso poco después a las acusaciones y los
insultos. Los padres de los muchachos intentaban calmarles sin ningún éxito mientras la
señorita Wolff observaba a ambos pretendientes con gesto espantado para luego
mirar a su madre, que contemplaba la escena con un gesto parecido, ambas
conscientes de las consecuencias que ese exceso de temperamento podría traer
consigo.
Los guantes no tardaron en
volar de un extremo a otro de la sala. Los padres de ambos contendientes confirmaron
el duelo sin dilación, visiblemente
orgullosos del valor de sus hijos y secretamente temerosos de la suerte que
este podría llegar a traerles.
La joven Wolff intentó
detenerles en un acto desesperado de salvar la vida a uno de aquellos hombres a
los que apreciaba enormemente, así como de evitar tener que casarse con el
asesino de un gran amigo.
Sin embargo los hombres que
poblaban el salón la miraron con hostilidad. ¿Cómo osaba interferir en los
asuntos de los hombres? ¿Quién era ella para decir nada respecto a lo que
estaba sucediendo?
El señor Niemann y
Stenfelworth establecieron la fecha del duelo para el día siguiente, pero los
jóvenes no quisieron esperar ni un minuto para ajustar cuentas. Sus padres
insistieron en posponer el duelo debido a que estaba oscureciendo, lo que
dificultaría el poder apuntar al contrincante debidamente, pero sus hijos
insistieron en llevar a cabo la satisfacción de su honor sin perder un momento.
Poco después y ya a la luz de
los candiles, las pistolas estaban sobre la mesa plegable que se había colocado
en una explanada cercana. Un pequeño bosque de abedules crecía adyacente al
campo del honor. El viento hacía sonar sus hojas en una oscura letanía, tan
melancólica como terrible. Los padres de los duelistas revisaban el instrumento
del contrincante a modo de secretarios mientras los jóvenes se remangaban la
camisa a la vez que se dirigían mutuas miradas del más profundo y sentido odio.
La señorita Wolff observaba
la escena desde uno de los lados de la explanada, acompañada de su propio
padre. Este había insistido en que no acudiera al duelo, pero ella, por primera
vez en su vida, desobedeció la voluntad de su padre, aduciendo la esperanza de
que su presencia allí pusiera fin a la barbarie. Nada más lejos de la realidad.
Los duelistas no eran conscientes de ninguna otra cosa que no fuera la
presencia de su abominable contrincante así como la salvaje e imperiosa
necesidad de restablecer su honor. Aquella mujer ni siquiera existía para
ellos. El romanticismo había sido vencido por el temperamento. La vida en
aquellos instantes no era otra cosa que el rival, el poblado cielo nocturno y
la omnipresente muerte.
Espalda contra espalda, los
dos hombres comenzaron a alejarse el uno del otro contando los pasos con las
pistolas en ristre.
Los candiles colocados sobre
sendos palos clavados en el centro del campo apenas arrojaban luz suficiente
sobre una noche sin luna que hacía que las estrellas brillaran con furia. Los
duelistas se alejaban de la luz artificial y eran deglutidos por la oscuridad
de la noche según se distanciaban el uno del otro. Al llegar al final de su
corto trayecto, ambos se dieron la vuelta rápidamente e hicieron funcionar sus
armas con estrépito, ansiosos de ver cumplido su más ferviente deseo. Sin
embargo, ningún sonido de un cuerpo cayendo sobre la tierra se oyó tras la
detonación de pólvora. La oscuridad en la que ambos estaban envueltos había
hecho fallar el tiro tanto a uno como a otro.
Las reglas establecían que
debía volverse a cargar las pistolas y repetirse el disparo. Sin embargo
aquellos hombres, presa de una furia sin parangón, se lanzaron el uno hacia el
otro dispuestos a matarse con sus propias manos. El señor Niemann era un
experto en Boxeo y Bartitsu. El señor Stenfelworth, por su parte, era más del
gusto de aquel estilo de pelea traído de las tierras de oriente basado en el
uso de las piernas propio del populacho y tan mal considerado entre la
aristocracia.
Pronto el combate cuerpo a
cuerpo tiró al suelo los candiles, provocando que se apagaran. Las oscuras
siluetas de los combatientes se recortaban sobre un manto de estrellas encima
suyo que comenzaba a lanzar cuerpos incandescentes de un lado a otro del
firmamento nocturno. Un gancho de izquierda del señor Niemann amenazó con
noquear a su rival, pero este, poco dispuesto a dejarse vencer y aprovechando
la distancia que el retroceso le había dado, lanzó una poderosa patada con
vuelta a la cabeza de su rival, que tiñó el firmamento de rojo.
La señorita Wolff se sentía
hipnotizada por la escena que se le presentaba. Las magnificas siluetas de
aquellos jóvenes en la flor de la vida, recortadas por un cielo que lloraba por
la suerte de aquella mujer, pretendida por unos hombres que lo único que
pretendían era la destrucción de la otra persona.
Los expertos movimientos
marciales de los contendientes así como la lluvia de estrellas que estaba
contemplando hicieron que se sintiera excepcional por primera vez en su vida.
Abrazó a su padre con cariño
mientras se acurrucaba en el calor que desprendía. Feliz como no recordaba
haberlo estado jamás. Sabiendo que ninguno de esos dos idiotas moriría aquella
noche, así como previendo los cambios que se iban a producir en su vida de allí
en adelante.
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