El sanatorio Arkham había
conocido épocas mejores. Antes del desplome de la Bolsa en el 29 se lo
consideraba una institución mental tranquila y prestigiosa donde los internos
se reponían de cosas como histeria, fobias o tristeza crónica. Un sitio limpio
y agradable en donde alejarse del ajetreo de la ciudad con el fin de que el
silencio y las terapias curativas devolvieran al paciente al estado de
equilibrio mental que en su día se viera alterado.
Sin embargo la crisis
económica provocó que el Estado retirara gran parte del dinero que hasta
entonces dedicaba a la institución, al mismo tiempo que se multiplicó el
ingreso de pacientes con ansiedad o
depresión. Nada extraño teniendo en cuenta que mucha gente era incapaz de dar
de comer a sus hijos. Lo que sí era más insólito era el gran número de personas
que empezaban a entrar en el centro con cuadros psicóticos. Gente de todas las
clases sociales eran llevados al sanatorio de la ciudad de Arkham presa de un
pánico desmedido. Relataban historias sobre visiones acerca de monstruos
deformes y dioses profanos que les susurraban en lenguas impías. La crisis
estaba significando un impacto grave en el inconsciente colectivo, por lo que
el centro pronto pasó a encontrarse desbordado de internos a los que la falta
de financiación impedía tratar de forma apropiada.
Lo que antes tenía el nombre
de sanatorio mental pronto adquirió el merecido calificativo de manicomio. Los
gritos desesperados y desmedidos de los pacientes resonaban por los pasillos
día y noche. Hacinados en cuartos reconvertidos en celdas alargaban sus brazos
a través de la estrecha abertura de sus puertas cerradas con llave en busca de
alivio a su desasosiego. El paraldehido y la reserpina fluían como el agua
cuando había dinero para adquirirlos. Cuando no era así, las camisas de fuerza,
los cuartos de aislamiento y las terapias de shock tenían que hacer de
sustitutivo.
A pesar de la gran oferta de
trabajo en el mercado, al centro le costaba conseguir personal dispuesto a
formar parte de la plantilla. Muchos aspirantes a celadores llegaron con más
hambre que miedo a sus muros con la esperanza de un salario, por pequeño que
fuera. Pero la gran mayoría de ellos volvió por donde habían llegado con sus
gorras entre las manos, prefiriendo comer basura a pasar un segundo más en
aquel lugar que la pobreza y la desesperación habían convertido en el pozo
negro de una sociedad que se tambaleaba.
La Doctora Adams se movía en
ese mar de patetismo como pez en el agua. Su figura destacaba en el manicomio
como una colorida flor en un estercolero. Madura pero aún atractiva, vestía con
gusto ropa cara y a la última moda. De complexión delgada y maneras vivaces, llevaba
una corta melena negra al estilo de los años veinte que recortaba un rostro de
porcelana que el tiempo no había sido capaz de cuartear. Su taconeo frenético
por los pasillos del centro parecía resonar por encima de los gritos, llegando
a interrumpirlos a veces. De su belleza se decía que resultaba terapéutica para
los pacientes, y un soplo de aire fresco en ese ambiente enrarecido para los
empleados. Muchos de ellos se preguntaban cómo una mujer así no se había
llegado a casar nunca. Algunos lo atribuían a los rumores que circulaban acerca
de su relación con extrañas prácticas ocultistas. Sin embargo sus muchos pretendientes
preferían considerarla más bien como una feminista moderna que había roto el
yugo impuesto del matrimonio en favor de la libertad sexual.
Daba órdenes a duros
celadores, firmaba permisos para llevar a cabo lobotomías sin inmutarse y
supervisaba personalmente las terapias más complejas. Se decía de ella que era
capaz de hacer recobrar la cordura hasta al esquizofrénico más baboso y
vociferante.
Aquella tarde, sin embargo,
su andar parecía menos enérgico y seguro cuando encaminaba sus pasos en
dirección al despacho de uno de sus colegas en la institución. El personal del
centro consideraba al Doctor Richard Mathews casi tan buen terapeuta como ella.
Aunque la Doctora Adams tenía un mayor talento y una mejor educación, él suplía
esa diferencia con una dedicación obsesiva y una sincera y benigna
determinación de aliviar el dolor del enfermo mental. Pasaba muchas noches en
su despacho, y se decía que solía comprar fármacos y material para el centro
con su propio dinero. Ella le
consideraba una de las pocas personas que la conocían realmente y un hombre
admirable sin el que el sanatorio Arkham no habría podido sobrevivir.
Su relación siempre había
sido buena. La franqueza de aquel hombre le resultaba reconfortante. Sin
embargo en esa ocasión sabía que aquella cualidad resultaría conflictiva y
reprobatoria, pero no podía postergar la conversación que tenía pendiente con
él por más tiempo.
Golpeó enérgicamente con los
nudillos en la tosca madera de la puerta de su despacho en cuanto llegó frente
a la misma. Estaba segura de que si se permitía a sí misma replantearse entrar
nunca lo haría.
Una voz masculina le dio
permiso para acceder, y ella lo hizo como una exhalación, cerrando rápidamente
tras de sí.
- ¿Qué
sucede, Margaret?- preguntó el Doctor Mathews con apatía sin levantar la vista
del informe clínico que estaba estudiando sobre su mesa.
Era un hombre corpulento y
desaliñado. Su ligero sobrepeso y su gran estatura habían provocado que más de
un interno le confundiera con un celador. Tenía barba de varios días, estaba
despeinado, y unas sucias gafas redondas se apoyaban sobre una nariz grasienta.
El despacho por el contrario estaba bastante limpio y ordenado, aparte de un
camastro deshecho que se encontraba pegado a la pared izquierda.
La mujer se sentó en la
sencilla silla que había al otro lado de la mesa de su colega y esperó
pacientemente a que le dedicara toda su atención, cosa que el hombre hizo
rápidamente. Que aquella mujer se sentara y guardara silencio presagiaba que
aquella no era una visita corriente.
-¿Cómo
está el paciente Limbretti?- preguntó ella.
El Doctor Mathews abrió mucho
los ojos una décima de segundo. Un gesto revelador que no pudo contener. Su
interlocutora se preguntó qué ocultaba su compañero para que sus palabras
hubieran traicionado su habitual imperturbabilidad.
-
¿Por qué?- acertó a preguntar él con un hilo de voz.
Ella se tomó unos segundos
antes de contestar. Ni siquiera sabía cómo hablarle de aquello, pero tenía que
hacerlo por el bien de aquel muchacho.
- Es…
Era mi ayudante de cámara.
El hombre la miró en
silencio. Sabía a qué se refería con ese tímido eufemismo.
- Le…
Margaret se replanteó una
última vez el abrirse a Richard, pero comprendió que había pasado el punto de
no retorno hacía tiempo.
- Le llevé a una incursión del Círculo Arcano.
- Margaret, ¡¿Te has
vuelto loca?!- estalló el Doctor Mathews. -¡Pero si es solo un crío!
- ¡Es muy maduro para su edad!
-¿Sí? Pues limítate a acostarte con él, pero mantenle fuera
del Círculo. Ya tenemos pacientes de sobra, muchas gracias.
- Hubo un tiempo en el que tú también estuviste dentro.
- No se va a librar de esta por ese camino, Doctora.
- No lo entiendes. No le elegí por que fuera atractivo. O al
menos no solo por eso- admitió la mujer. – Tiene un conocimiento intuitivo de
lo que está pasando. Me relató alguno de sus sueños. Pesadillas que no
conseguían aterrarle en las que se le aparecía una criatura que por la
descripción que me dio juraría que era Chaugnar Faugn.
- ¿No me digas? ¡Nada menos que un primigenio! ¿No es esa la
página por donde esos estúpidos de la Universidad Miskatonic han dejado abierto
el Necronomicón que tienen expuesto?
- ¡Sus visiones eran claras y sus descripciones precisas!
- No tenías derecho. Ese chico grita, llora y se mea encima por el
pánico que sufre constantemente tras vuestra incursión. Habla sobre monstruos
salidos del infierno acechando en la noche y violando su cuerpo. Eso último
debe de referirse a ti.
- No tiene gracia.
- Nunca he creído que la tuviera- contestó el Doctor Mathews,
irritado.
Ambos permanecieron en
silencio unos segundos estudiándose mutuamente.
Aquellos seductores ojos azules de largas pestañas rebosaban
culpabilidad y arrepentimiento. El corpulento terapeuta comprendió que
recriminarle la suerte de aquel chico no serviría de nada. El daño ya estaba
hecho y lo único que podía hacer era permitir que ella le ayudara a repararlo.
- Cuéntame lo que pasó- dijo él en tono reconciliador.
- Tras conocernos un poco mejor, empezó a hablarme sobre sus
sueños, y de su inquietante certidumbre de que esas visiones oníricas existían
de verdad. No pude resistirme a confirmar sus sospechas. Poco después estábamos
hablando sobre el Círculo y sus actividades.
- ¿Esas conversaciones tenían lugar entre las sábanas?
- A uno no le queda nada que esconderle a otra persona cuando
se ha desnudado ante ella.
- Continúa.
- Él se mostró interesadísimo por todo lo referente al
Círculo, y me insistió encarecidamente en formar parte de él. Le advertí que no
era un camino fácil. Que todas esas criaturas que se escondían en la noche eran
muy peligrosas. Que podías volverte loco solo con mirarlas. Pero él desdeñaba
todos esos riesgos en favor de obtener respuestas. Su hambre de conocimiento y
su arrojo admito que me atraían enormemente.
Le consideraba preparado. Un
candidato factible a convertirse en miembro del grupo.
- ¿Qué pensaban los demás?
- Se mostraron de acuerdo en que lo llevara al siguiente
encuentro.
- ¿Os seguís reuniendo en la casa de campo de Declan?
- Sí. El chico se mostró fascinado con nosotros y los
conocimientos que compartíamos. Le parecía curioso que en aquel grupo secreto
de ocultistas hubiera desde una monja católica hasta un gangster.
- Mary y Joseph, supongo.
- Sí.
- ¿Cuantos quedáis en el Círculo?
- Cinco. Micaela murió en una incursión. Unos gules se abalanzaron
sobre ella por sorpresa. Para cuando llegamos para ayudarla ya estaba muerta. A
Frank le encontramos ahorcado en el cuartucho en el que vivía. La noche
anterior nos vimos obligados a salir corriendo de una bestia lunar, y aquello
resultó ser más de lo que pudo soportar.
-¿E Ingrid?
- Lo siento pero sigue viva y cuerda.- dijo con una sonrisa
de complicidad que compartió con su interlocutor.- al menos todo lo que esa mujer puede llegar a
estarlo. Ni los Dioses Exteriores serían capaces de acabar con ella. Aún te
sigue odiando por abandonarnos.
El doctor Mathews se permitió
un segundo para rememorar aquella época. Solo uno.
- Sigue contándome qué pasó con el chico.
- Participó en varias reuniones de forma activa. Todos
estaban encantados con su arrojo y decisión. Ardía en deseos de obtener pruebas
que le demostraran la existencia de aquellos seres de los que tanto hablábamos,
así que cuando surgió la oportunidad, todos estuvimos de acuerdo en que nos
acompañara. El chico parecía preparado.
Nos había llegado información
sobre la casa Corbitt, una mansión a las afueras de la ciudad de Arkham, cerca
de Salem. Rumores sobre invitados que no habían regresado nunca, ruidos extraños
durante la noche y cosas así. Lo investigamos y descubrimos que era el punto de
reunión de una cábala de brujos y cultistas. Por desgracia resultó ser mucho
peor que eso.
Margaret pareció no poder
seguir con su relato, pero Richard la apremió para que continuara a pesar de
que habría dado cualquier cosa por no seguir oyendo a la mujer frente a él. Tenía miedo de escuchar aquella historia y sus
implicaciones, pero necesitaba saber cuanto antes hasta qué punto había sido
dañado su paciente. Creyó haber dejado todo ese oscuro mundo atrás. Un mundo
que le aterró desde el primer momento que supo de su existencia. Un mundo que
aún poblaba sus pesadillas.
Hace algunos años, siendo más
joven, quiso formar parte de esa lucha contra los dioses primigenios y sus
esclavos. Sin embargo pronto comprendió que no era lo suficientemente fuerte, lo
suficientemente equilibrado, o tal vez no estaba lo suficientemente loco. Por
eso dejó el Círculo. Si no hubiera pasado a dedicarse en exclusiva a intentar
recomponer los pedazos rotos de los demás, alguien habría tenido que acabar
recomponiéndole a él.
- Sigue.- dijo en un tono calmado pero firme mientras algo
dentro de él se acurrucaba tembloroso en un rincón de su psiquismo.
- Llegamos a los alrededores de la mansión Corbitt en el
ocaso. Sabíamos que habría una reunión en la casa aquella noche, así que
acudimos con la intención de desbaratar el ritual que fueran a llevar a cabo y
liberar a cualquier prisionero que pudieran tener a modo de sacrificio.
- ¿Qué tipo de ritual creíais que era?
- Lo más habitual es la apertura de un portal, ya lo sabes.
- Para dejar entrar qué.
- No teníamos información tan precisa, y tampoco tuvimos la
oportunidad de confirmar la que teníamos.
- ¿Qué sucedió?
- Nos encontrábamos los seis en las proximidades de la
mansión, acurrucados en la frondosidad del bosque que rodeaba aquel tétrico
edificio. Agazapados tras los gruesos troncos y amparados por la oscuridad,
observábamos y esperábamos nuestro momento. Los invitados pronto comenzaron a
llegar según la hora convenida se acercaba. Toda una procesión de fieles
seguidores sectarios adoradores del mal que se atrevían a fingir que eran
miembros respetables de la sociedad fuera de aquellos muros. Desde gente
importante como aristócratas y políticos
hasta familias enteras que acudían con sus hijos pequeños. Todos ellos avanzaban
en silencio hacia la casa recorriendo en fila el desatendido jardín frontal
como insectos deformes marchando en procesión hacia el agujero del que nunca
debieron haber emergido. Era espeluznante.
Cuando todos hubieron entrado
hice una última comprobación al estado del muchacho. Parecía inseguro y sobre
excitado. Lo miraba todo con los ojos muy abiertos. Agarraba con mano
temblorosa una enorme cámara de fotos que se había traído con el fin de
documentar la existencia de los monstruos. Nosotros le dijimos que no era
probable que tuviera la oportunidad de sacar fotos, pero a él no le importó. Cuando
le toqué el hombro para indicarle que íbamos a entrar me miró aterrado. Fue entonces
cuando comprendí que nos habíamos equivocado al considerar que estaba preparado
para acompañarnos. Pero ya era tarde para él. De hecho creí que era tarde para
todos nosotros cuando miré hacia donde Declan estaba señalando con gesto grave.
En una ventana solitaria del piso superior de la mansión se podía distinguir la
figura de un hombre recortada por la luz eléctrica que iluminaba la habitación
en la que se encontraba. Vestía una túnica negra y llevaba una máscara ritual
que imitaba el aspecto de Cthulhu. Estaba llena de tentáculos a la altura de la
boca, lo que le daba a su portador un aspecto aterrador. Miraba directamente
hacia nosotros sin moverse. Fue entonces cuando sobrevino el caos. La
ametralladora Thompson de Joseph rompió el silencio con estrépito
sobresaltándonos a todos. Unos seres de aspecto humanoide emergieron de la
oscuridad del bosque avanzando hacia donde nos encontrábamos. La luz de luna
les daba a sus cuerpos desnudos un enfermizo brillo azulado. Medían unos dos
metros de alto, y sus brazos terminaban en unas largas garras afiladas. Sus
infrahumanos gorgoteos se entremezclaban con las ráfagas intermitentes de aquel
arma de fuego, las oraciones de la hermana Mary y los gritos de terror del
chico. Una de aquellas criaturas lo había agarrado del tobillo y lo arrastraba
lentamente por el suelo con intención de llevárselo a la oscuridad de la que
provenían. El joven Limbretti estaba tan asustado que apenas era capaz de
resistirse. Saqué mi revolver y disparé a aquel ser varias veces, pero se
mantuvo impasible ante las heridas que le provoqué en la espalda. Por suerte el
agua bendita de Mary resultó ser más efectiva. Aquella cosa soltó a su presa y
escapó de allí retorciéndose de dolor. Cuando llegué hasta el chico, se
encontraba en estado catatónico. Ingrid consideró que habíamos perdido el
factor sorpresa y que lo mejor que podíamos hacer era huir. Nadie cuestionó su
opinión. Declan se echó al chaval al hombro y él y los demás corrieron hacia
donde habíamos ocultado los coches. Yo tuve la sangre fría de echar un último
vistazo a la mansión. Los invitados tenían que haber oído los disparos, pero no
se dignaron a salir a darnos caza. Sin embargo aquel sectario enmascarado
seguía de pie frente a la ventana. Me miró fijamente, y me hizo sentir desnuda
y vulnerable. Huí de allí aterrada, presa de aquellos ojos perversos.
La doctora dio por finalizado
su relato, y esperó con cierto temor la reacción de su colega. Este suspiró
antes de llevarse la mano al mentón, acariciando su barba de varios días con
gesto ausente.
- ¿Qué voy a hacer contigo, Margie?
Ella rió aliviada. Esperaba
un gran rapapolvo por parte de Richard, y agradeció con una sonrisa el que
hubiera optado por restarle importancia al asunto, aunque ambos fueran
conscientes de la gravedad del mismo.
-¿Quieres verle?- preguntó el Doctor Mathews después de
considerarlo un momento.
- Creía que no permitías visitas a ese paciente.
- Después de lo que me has contado acabo de replantear toda
su terapia. Hasta ahora le creía víctima de un brote psicótico convencional.
Ahora creo que verte puede significar para él un poco de calma en el mar de
terror en el que se encuentra sumido.
Poco después ambos terapeutas
salían del despacho y se dirigían hacia la celda del paciente Limbretti. Richard
abrió la puerta, y ambos contemplaron al joven desde el umbral. Este se
encontraba acurrucado en una esquina de la habitación, abrazando sus piernas,
mirando al infinito y balanceando su cuerpo adelante y atrás de forma
compulsiva e incansable.
El corpulento doctor pasó a mirar
a la mujer que se encontraba a su lado, dispuesto a estudiar su reacción. Ella
miraba al paciente con una infinita ternura. Tal vez producto de la
culpabilidad. Pero sobre todo de un profundo sentimiento de pérdida. Aquellos ojos
brillaban de una forma que el Doctor Mathews no había visto nunca en ellos. Un
brillo secreto que albergaba una sincera esperanza en la recuperación del
joven. Un ferviente anhelo de que algún día toda esa pesadilla pasara y aquel
chico pudiera llegar a corresponder los sentimientos de aquella mujer hacia él.
Limbretti posó su mirada en
ella y pronto rompió a llorar desconsoladamente. Margaret no pudo guardar la
compostura por más tiempo y se lanzó a sus brazos, presa también de las
lágrimas. El joven la abrazó como haría un niño a una madre que le despierta de
una pesadilla horrible. Ambos lloraron aliviados ante un futuro que
repentinamente ya no se mostraba tan oscuro. Ante una realidad que ya no se
mostraba tan adversa. Ante una existencia que de improviso dejaba de ser un
yermo de soledad.
Richard contempló la escena
con satisfacción. Estaba seguro de que Limbretti abandonaría el sanatorio
pronto. “El poder terapéutico del amor” se dijo a si mismo permitiéndose una pequeña
sonrisa. Si ella supiera…
Cuando aquel chico entró en
el sanatorio, el Doctor Mathews contactó con sus padres para recabar
información que el paciente no podía facilitarle. Estos le dijeron que su hijo se
dedicaba al periodismo. Se estaba documentando sobre un grupo secreto dedicado
al ocultismo. Según ellos, tenía la intención de sacar a la luz todas sus
absurdas creencias. Todos los trucos y las farsas que habían estado llevando a
cabo para timar y engañar a una sociedad que ya no sabía en qué creer. Lo último
que habían sabido de él era que había conseguido seducir a una atractiva mujer
miembro de aquel aquelarre con el fin de que le facilitara la entrada en el
mismo para conseguir fotos e información para su reportaje. No supo que se
referían a su amiga hasta que esta vino a verle preguntando por el chico, como
no había sabido hasta el momento en el que les había visto juntos lo
conveniente que había sido que Margaret se mantuviera ignorante de todo aquello.
No tanto teniendo en cuenta la recuperación de él como paciente sino sobre todo
por la felicidad de aquella mujer a la que hasta ese momento creía incapaz de
llegar a amar a nadie.
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