jueves, 21 de abril de 2016

Las incursiones del círculo arcano

El sanatorio Arkham había conocido épocas mejores. Antes del desplome de la Bolsa en el 29 se lo consideraba una institución mental tranquila y prestigiosa donde los internos se reponían de cosas como histeria, fobias o tristeza crónica. Un sitio limpio y agradable en donde alejarse del ajetreo de la ciudad con el fin de que el silencio y las terapias curativas devolvieran al paciente al estado de equilibrio mental que en su día se viera alterado.
Sin embargo la crisis económica provocó que el Estado retirara gran parte del dinero que hasta entonces dedicaba a la institución, al mismo tiempo que se multiplicó el ingreso de pacientes  con ansiedad o depresión. Nada extraño teniendo en cuenta que mucha gente era incapaz de dar de comer a sus hijos. Lo que sí era más insólito era el gran número de personas que empezaban a entrar en el centro con cuadros psicóticos. Gente de todas las clases sociales eran llevados al sanatorio de la ciudad de Arkham presa de un pánico desmedido. Relataban historias sobre visiones acerca de monstruos deformes y dioses profanos que les susurraban en lenguas impías. La crisis estaba significando un impacto grave en el inconsciente colectivo, por lo que el centro pronto pasó a encontrarse desbordado de internos a los que la falta de financiación impedía tratar de forma apropiada.
Lo que antes tenía el nombre de sanatorio mental pronto adquirió el merecido calificativo de manicomio. Los gritos desesperados y desmedidos de los pacientes resonaban por los pasillos día y noche. Hacinados en cuartos reconvertidos en celdas alargaban sus brazos a través de la estrecha abertura de sus puertas cerradas con llave en busca de alivio a su desasosiego. El paraldehido y la reserpina fluían como el agua cuando había dinero para adquirirlos. Cuando no era así, las camisas de fuerza, los cuartos de aislamiento y las terapias de shock tenían que hacer de sustitutivo.
A pesar de la gran oferta de trabajo en el mercado, al centro le costaba conseguir personal dispuesto a formar parte de la plantilla. Muchos aspirantes a celadores llegaron con más hambre que miedo a sus muros con la esperanza de un salario, por pequeño que fuera. Pero la gran mayoría de ellos volvió por donde habían llegado con sus gorras entre las manos, prefiriendo comer basura a pasar un segundo más en aquel lugar que la pobreza y la desesperación habían convertido en el pozo negro de una sociedad que se tambaleaba.
La Doctora Adams se movía en ese mar de patetismo como pez en el agua. Su figura destacaba en el manicomio como una colorida flor en un estercolero. Madura pero aún atractiva, vestía con gusto ropa cara y a la última moda. De complexión delgada y maneras vivaces, llevaba una corta melena negra al estilo de los años veinte que recortaba un rostro de porcelana que el tiempo no había sido capaz de cuartear. Su taconeo frenético por los pasillos del centro parecía resonar por encima de los gritos, llegando a interrumpirlos a veces. De su belleza se decía que resultaba terapéutica para los pacientes, y un soplo de aire fresco en ese ambiente enrarecido para los empleados. Muchos de ellos se preguntaban cómo una mujer así no se había llegado a casar nunca. Algunos lo atribuían a los rumores que circulaban acerca de su relación con extrañas prácticas ocultistas. Sin embargo sus muchos pretendientes preferían considerarla más bien como una feminista moderna que había roto el yugo impuesto del matrimonio en favor de la libertad sexual.
Daba órdenes a duros celadores, firmaba permisos para llevar a cabo lobotomías sin inmutarse y supervisaba personalmente las terapias más complejas. Se decía de ella que era capaz de hacer recobrar la cordura hasta al esquizofrénico más baboso y vociferante.
Aquella tarde, sin embargo, su andar parecía menos enérgico y seguro cuando encaminaba sus pasos en dirección al despacho de uno de sus colegas en la institución. El personal del centro consideraba al Doctor Richard Mathews casi tan buen terapeuta como ella. Aunque la Doctora Adams tenía un mayor talento y una mejor educación, él suplía esa diferencia con una dedicación obsesiva y una sincera y benigna determinación de aliviar el dolor del enfermo mental. Pasaba muchas noches en su despacho, y se decía que solía comprar fármacos y material para el centro con su propio dinero.  Ella le consideraba una de las pocas personas que la conocían realmente y un hombre admirable sin el que el sanatorio Arkham no habría podido sobrevivir.
Su relación siempre había sido buena. La franqueza de aquel hombre le resultaba reconfortante. Sin embargo en esa ocasión sabía que aquella cualidad resultaría conflictiva y reprobatoria, pero no podía postergar la conversación que tenía pendiente con él por más tiempo.
Golpeó enérgicamente con los nudillos en la tosca madera de la puerta de su despacho en cuanto llegó frente a la misma. Estaba segura de que si se permitía a sí misma replantearse entrar nunca lo haría.
Una voz masculina le dio permiso para acceder, y ella lo hizo como una exhalación, cerrando rápidamente tras de sí.

- ¿Qué sucede, Margaret?- preguntó el Doctor Mathews con apatía sin levantar la vista del informe clínico que estaba estudiando sobre su mesa.

Era un hombre corpulento y desaliñado. Su ligero sobrepeso y su gran estatura habían provocado que más de un interno le confundiera con un celador. Tenía barba de varios días, estaba despeinado, y unas sucias gafas redondas se apoyaban sobre una nariz grasienta. El despacho por el contrario estaba bastante limpio y ordenado, aparte de un camastro deshecho que se encontraba pegado a la pared izquierda.
La mujer se sentó en la sencilla silla que había al otro lado de la mesa de su colega y esperó pacientemente a que le dedicara toda su atención, cosa que el hombre hizo rápidamente. Que aquella mujer se sentara y guardara silencio presagiaba que aquella no era una visita corriente.

-¿Cómo está el paciente Limbretti?- preguntó ella.

El Doctor Mathews abrió mucho los ojos una décima de segundo. Un gesto revelador que no pudo contener. Su interlocutora se preguntó qué ocultaba su compañero para que sus palabras hubieran traicionado su habitual imperturbabilidad.

- ¿Por qué?- acertó a preguntar él con un hilo de voz.

Ella se tomó unos segundos antes de contestar. Ni siquiera sabía cómo hablarle de aquello, pero tenía que hacerlo por el bien de aquel muchacho.

- Es… Era mi ayudante de cámara.

El hombre la miró en silencio. Sabía a qué se refería con ese tímido eufemismo.

        - Le…

Margaret se replanteó una última vez el abrirse a Richard, pero comprendió que había pasado el punto de no retorno hacía tiempo.

        - Le llevé a una incursión del Círculo Arcano.
        - Margaret,  ¡¿Te has vuelto loca?!- estalló el Doctor Mathews. -¡Pero si es solo un crío!
        - ¡Es muy maduro para su edad!
        -¿Sí? Pues limítate a acostarte con él, pero mantenle fuera del Círculo. Ya tenemos pacientes de sobra, muchas gracias.
        - Hubo un tiempo en el que tú también estuviste dentro.
        - No se va a librar de esta por ese camino, Doctora.
        - No lo entiendes. No le elegí por que fuera atractivo. O al menos no solo por eso- admitió la mujer. – Tiene un conocimiento intuitivo de lo que está pasando. Me relató alguno de sus sueños. Pesadillas que no conseguían aterrarle en las que se le aparecía una criatura que por la descripción que me dio juraría que era Chaugnar Faugn.
        - ¿No me digas? ¡Nada menos que un primigenio! ¿No es esa la página por donde esos estúpidos de la Universidad Miskatonic han dejado abierto el Necronomicón que tienen expuesto?
        - ¡Sus visiones eran claras y sus descripciones precisas!
        - No tenías derecho.  Ese chico grita, llora y se mea encima por el pánico que sufre constantemente tras vuestra incursión. Habla sobre monstruos salidos del infierno acechando en la noche y violando su cuerpo. Eso último debe de referirse a ti.
        - No tiene gracia.
        - Nunca he creído que la tuviera- contestó el Doctor Mathews, irritado.
Ambos permanecieron en silencio unos segundos estudiándose mutuamente.  Aquellos seductores ojos azules de largas pestañas rebosaban culpabilidad y arrepentimiento. El corpulento terapeuta comprendió que recriminarle la suerte de aquel chico no serviría de nada. El daño ya estaba hecho y lo único que podía hacer era permitir que ella le ayudara a repararlo.
        - Cuéntame lo que pasó- dijo él en tono reconciliador.
        - Tras conocernos un poco mejor, empezó a hablarme sobre sus sueños, y de su inquietante certidumbre de que esas visiones oníricas existían de verdad. No pude resistirme a confirmar sus sospechas. Poco después estábamos hablando sobre el Círculo y sus actividades.
        - ¿Esas conversaciones tenían lugar entre las sábanas?
        - A uno no le queda nada que esconderle a otra persona cuando se ha desnudado ante ella.
        - Continúa.
        - Él se mostró interesadísimo por todo lo referente al Círculo, y me insistió encarecidamente en formar parte de él. Le advertí que no era un camino fácil. Que todas esas criaturas que se escondían en la noche eran muy peligrosas. Que podías volverte loco solo con mirarlas. Pero él desdeñaba todos esos riesgos en favor de obtener respuestas. Su hambre de conocimiento y su arrojo admito que me atraían enormemente.
Le consideraba preparado. Un candidato factible a convertirse en miembro del grupo.
        - ¿Qué pensaban los demás?
        - Se mostraron de acuerdo en que lo llevara al siguiente encuentro.
        - ¿Os seguís reuniendo en la casa de campo de Declan?
        - Sí. El chico se mostró fascinado con nosotros y los conocimientos que compartíamos. Le parecía curioso que en aquel grupo secreto de ocultistas hubiera desde una monja católica hasta un gangster.
        - Mary y Joseph, supongo.
        - Sí.
        - ¿Cuantos quedáis en el Círculo?
        - Cinco. Micaela murió en una incursión. Unos gules se abalanzaron sobre ella por sorpresa. Para cuando llegamos para ayudarla ya estaba muerta. A Frank le encontramos ahorcado en el cuartucho en el que vivía. La noche anterior nos vimos obligados a salir corriendo de una bestia lunar, y aquello resultó ser más de lo que pudo soportar.
        -¿E Ingrid?
        - Lo siento pero sigue viva y cuerda.- dijo con una sonrisa de complicidad que compartió con su interlocutor.-  al menos todo lo que esa mujer puede llegar a estarlo. Ni los Dioses Exteriores serían capaces de acabar con ella. Aún te sigue odiando por abandonarnos.

El doctor Mathews se permitió un segundo para rememorar aquella época. Solo uno.

        - Sigue contándome qué pasó con el chico.
        - Participó en varias reuniones de forma activa. Todos estaban encantados con su arrojo y decisión. Ardía en deseos de obtener pruebas que le demostraran la existencia de aquellos seres de los que tanto hablábamos, así que cuando surgió la oportunidad, todos estuvimos de acuerdo en que nos acompañara. El chico parecía preparado.
Nos había llegado información sobre la casa Corbitt, una mansión a las afueras de la ciudad de Arkham, cerca de Salem. Rumores sobre invitados que no habían regresado nunca, ruidos extraños durante la noche y cosas así. Lo investigamos y descubrimos que era el punto de reunión de una cábala de brujos y cultistas. Por desgracia resultó ser mucho peor que eso.

Margaret pareció no poder seguir con su relato, pero Richard la apremió para que continuara a pesar de que habría dado cualquier cosa por no seguir oyendo a la mujer frente a él.  Tenía miedo de escuchar aquella historia y sus implicaciones, pero necesitaba saber cuanto antes hasta qué punto había sido dañado su paciente. Creyó haber dejado todo ese oscuro mundo atrás. Un mundo que le aterró desde el primer momento que supo de su existencia. Un mundo que aún poblaba sus pesadillas.
Hace algunos años, siendo más joven, quiso formar parte de esa lucha contra los dioses primigenios y sus esclavos. Sin embargo pronto comprendió que no era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente equilibrado, o tal vez no estaba lo suficientemente loco. Por eso dejó el Círculo. Si no hubiera pasado a dedicarse en exclusiva a intentar recomponer los pedazos rotos de los demás, alguien habría tenido que acabar recomponiéndole a él.

        - Sigue.- dijo en un tono calmado pero firme mientras algo dentro de él se acurrucaba tembloroso en un rincón de su psiquismo.
        - Llegamos a los alrededores de la mansión Corbitt en el ocaso. Sabíamos que habría una reunión en la casa aquella noche, así que acudimos con la intención de desbaratar el ritual que fueran a llevar a cabo y liberar a cualquier prisionero que pudieran tener a modo de sacrificio.
        - ¿Qué tipo de ritual creíais que era?
        - Lo más habitual es la apertura de un portal, ya lo sabes.
        - Para dejar entrar qué.
        - No teníamos información tan precisa, y tampoco tuvimos la oportunidad de confirmar la que teníamos.
        - ¿Qué sucedió?
        - Nos encontrábamos los seis en las proximidades de la mansión, acurrucados en la frondosidad del bosque que rodeaba aquel tétrico edificio. Agazapados tras los gruesos troncos y amparados por la oscuridad, observábamos y esperábamos nuestro momento. Los invitados pronto comenzaron a llegar según la hora convenida se acercaba. Toda una procesión de fieles seguidores sectarios adoradores del mal que se atrevían a fingir que eran miembros respetables de la sociedad fuera de aquellos muros. Desde gente importante como aristócratas y  políticos hasta familias enteras que acudían con sus hijos pequeños. Todos ellos avanzaban en silencio hacia la casa recorriendo en fila el desatendido jardín frontal como insectos deformes marchando en procesión hacia el agujero del que nunca debieron haber emergido. Era espeluznante.
Cuando todos hubieron entrado hice una última comprobación al estado del muchacho. Parecía inseguro y sobre excitado. Lo miraba todo con los ojos muy abiertos. Agarraba con mano temblorosa una enorme cámara de fotos que se había traído con el fin de documentar la existencia de los monstruos. Nosotros le dijimos que no era probable que tuviera la oportunidad de sacar fotos, pero a él no le importó. Cuando le toqué el hombro para indicarle que íbamos a entrar me miró aterrado. Fue entonces cuando comprendí que nos habíamos equivocado al considerar que estaba preparado para acompañarnos. Pero ya era tarde para él. De hecho creí que era tarde para todos nosotros cuando miré hacia donde Declan estaba señalando con gesto grave. En una ventana solitaria del piso superior de la mansión se podía distinguir la figura de un hombre recortada por la luz eléctrica que iluminaba la habitación en la que se encontraba. Vestía una túnica negra y llevaba una máscara ritual que imitaba el aspecto de Cthulhu. Estaba llena de tentáculos a la altura de la boca, lo que le daba a su portador un aspecto aterrador. Miraba directamente hacia nosotros sin moverse. Fue entonces cuando sobrevino el caos. La ametralladora Thompson de Joseph rompió el silencio con estrépito sobresaltándonos a todos. Unos seres de aspecto humanoide emergieron de la oscuridad del bosque avanzando hacia donde nos encontrábamos. La luz de luna les daba a sus cuerpos desnudos un enfermizo brillo azulado. Medían unos dos metros de alto, y sus brazos terminaban en unas largas garras afiladas. Sus infrahumanos gorgoteos se entremezclaban con las ráfagas intermitentes de aquel arma de fuego, las oraciones de la hermana Mary y los gritos de terror del chico. Una de aquellas criaturas lo había agarrado del tobillo y lo arrastraba lentamente por el suelo con intención de llevárselo a la oscuridad de la que provenían. El joven Limbretti estaba tan asustado que apenas era capaz de resistirse. Saqué mi revolver y disparé a aquel ser varias veces, pero se mantuvo impasible ante las heridas que le provoqué en la espalda. Por suerte el agua bendita de Mary resultó ser más efectiva. Aquella cosa soltó a su presa y escapó de allí retorciéndose de dolor. Cuando llegué hasta el chico, se encontraba en estado catatónico. Ingrid consideró que habíamos perdido el factor sorpresa y que lo mejor que podíamos hacer era huir. Nadie cuestionó su opinión. Declan se echó al chaval al hombro y él y los demás corrieron hacia donde habíamos ocultado los coches. Yo tuve la sangre fría de echar un último vistazo a la mansión. Los invitados tenían que haber oído los disparos, pero no se dignaron a salir a darnos caza. Sin embargo aquel sectario enmascarado seguía de pie frente a la ventana. Me miró fijamente, y me hizo sentir desnuda y vulnerable. Huí de allí aterrada, presa de aquellos ojos perversos.

La doctora dio por finalizado su relato, y esperó con cierto temor la reacción de su colega. Este suspiró antes de llevarse la mano al mentón, acariciando su barba de varios días con gesto ausente.

        - ¿Qué voy a hacer contigo, Margie?

Ella rió aliviada. Esperaba un gran rapapolvo por parte de Richard, y agradeció con una sonrisa el que hubiera optado por restarle importancia al asunto, aunque ambos fueran conscientes de la gravedad del mismo.

        -¿Quieres verle?- preguntó el Doctor Mathews después de considerarlo un momento.
        - Creía que no permitías visitas a ese paciente.
        - Después de lo que me has contado acabo de replantear toda su terapia. Hasta ahora le creía víctima de un brote psicótico convencional. Ahora creo que verte puede significar para él un poco de calma en el mar de terror en el que se encuentra sumido.

Poco después ambos terapeutas salían del despacho y se dirigían hacia la celda del paciente Limbretti. Richard abrió la puerta, y ambos contemplaron al joven desde el umbral. Este se encontraba acurrucado en una esquina de la habitación, abrazando sus piernas, mirando al infinito y balanceando su cuerpo adelante y atrás de forma compulsiva e incansable.
El corpulento doctor pasó a mirar a la mujer que se encontraba a su lado, dispuesto a estudiar su reacción. Ella miraba al paciente con una infinita ternura. Tal vez producto de la culpabilidad. Pero sobre todo de un profundo sentimiento de pérdida. Aquellos ojos brillaban de una forma que el Doctor Mathews no había visto nunca en ellos. Un brillo secreto que albergaba una sincera esperanza en la recuperación del joven. Un ferviente anhelo de que algún día toda esa pesadilla pasara y aquel chico pudiera llegar a corresponder los sentimientos de aquella mujer hacia él.
Limbretti posó su mirada en ella y pronto rompió a llorar desconsoladamente. Margaret no pudo guardar la compostura por más tiempo y se lanzó a sus brazos, presa también de las lágrimas. El joven la abrazó como haría un niño a una madre que le despierta de una pesadilla horrible. Ambos lloraron aliviados ante un futuro que repentinamente ya no se mostraba tan oscuro. Ante una realidad que ya no se mostraba tan adversa. Ante una existencia que de improviso dejaba de ser un yermo de soledad.
Richard contempló la escena con satisfacción. Estaba seguro de que Limbretti abandonaría el sanatorio pronto. “El poder terapéutico del amor” se dijo a si mismo permitiéndose una pequeña sonrisa. Si ella supiera…

Cuando aquel chico entró en el sanatorio, el Doctor Mathews contactó con sus padres para recabar información que el paciente no podía facilitarle. Estos le dijeron que su hijo se dedicaba al periodismo. Se estaba documentando sobre un grupo secreto dedicado al ocultismo. Según ellos, tenía la intención de sacar a la luz todas sus absurdas creencias. Todos los trucos y las farsas que habían estado llevando a cabo para timar y engañar a una sociedad que ya no sabía en qué creer. Lo último que habían sabido de él era que había conseguido seducir a una atractiva mujer miembro de aquel aquelarre con el fin de que le facilitara la entrada en el mismo para conseguir fotos e información para su reportaje. No supo que se referían a su amiga hasta que esta vino a verle preguntando por el chico, como no había sabido hasta el momento en el que les había visto juntos lo conveniente que había sido que Margaret se mantuviera ignorante de todo aquello. No tanto teniendo en cuenta la recuperación de él como paciente sino sobre todo por la felicidad de aquella mujer a la que hasta ese momento creía incapaz de llegar a amar a nadie.

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