jueves, 18 de febrero de 2016

El tictac del relojero

El tictac que el relojero se impone a sí mismo contrasta drásticamente con el tintinear de las gotas de lluvia en la ventana y en el patio exterior. El mundo de fuera es caótico, severo, ocurre porque ha de ocurrir, fruto de la necesidad, de la saturación de los elementos hasta su último límite... El interior de la torre que el hombre ha creado para su comodidad y, sobre todo, para su paz y el orden de su mente, es categórico, nominativo... Ángulos rectos, cajones con etiquetas y, en cada bandeja y en cada contenedor, el elemento o espécimen correspondiente, clasificado, limpio, preservado.

El relojero se impone su tictac para ser racional, para seguir con su propia idea del mundo y no dejarse arrastrar por los elementos salvajes... Los apetitos, los deseos que no comulguen con una sana ambición de mejora y civilidad, quedan relegados, han de hacerlo, se contiene al monstruo. Y el supuesto monstruo exterior, se estudia, se disecciona, se separa cada órgano, se explica, y deja de ser monstruo para convertirse en mera curiosidad o se normaliza.

El relojero trabaja con metrónomo sobre su mesa de diseño, lento si se lo puede permitir, acelerado cuando ha de terminar y conseguir su objetivo con prestancia. La templada estancia no está ni demasiado caliente ni demasiado fría, no hay corrientes, el aire no está viciado, no hay ruidos incómodos. Cada silla y cada rincón han sido estudiados para una función concreta: se come en la mesa de comedor, se toma el té en la mesita de té, se trabaja en la mesa de diseño, se escribe en el escritorio, se descansa en el diván, se reflexiona en el sillón junto a la ventana. Es una suerte poder refugiarse de las inclemencias del tiempo, de esa lluvia que salpica los cristales impenitente.

Un pequeño clic al encajar con las pinzas una ruedecilla en su engranaje le produce un repentino cosquilleo de placer. Es momentáneo y leve, permisible. Es un súbito escalofrío de satisfacción por el trabajo bien hecho, por el saberse maestro del oficio, algo que agrada a la razón. La razón... El motivo que nos aleja de los animales y la ciega cadena de la vida, rebozándose en su propia viscosidad repugnante.

Una pequeña lima conforma los nuevos dientecillos del siguiente componente. Ni muy profundos ni muy romos, sin rebabas que sobresalgan ni zona sin repasar. Bien, todo va bien, el ritmo de trabajo es el previsto. Todo a tiempo, todo en orden. La limpieza es una virtud y la pulcritud se tiene a gala en este estudio. Un suave cepillo retira el serrín metálico con meticulosidad y se deposita en una cubeta para tal fin. Las basuras no han de acumularse, todo para mantener el ambiente puro, sin sombra de polvo ni de insectos indeseables.

El relojero tensa el muelle que, al desenrollarse, dotará de movimiento a todo el aparato. Encaja la llave y la gira, dando cuerda. Y suenan todos los mecanismos en un suave crujido como de carraca, y de nuevo los vellos se le erizan, y se le encrespa el cabello en la nuca. Y repite el giro de muñeca y de nuevo la matraca le extasía... Casi obsceno el gusto por comprobar que el artilugio funciona. Fuera sigue la lluvia, el viento arrastra algunas gotas contra el ventanal.

El pie de rey mide con precisión el diámetro total del ingenio, y el relojero busca en el cajón correspondiente una carcasa adecuada para contenerlo. Halla una muy hermosa, repujada con hojas de acanto y que se le antoja perfecta para el fin que precisa. Encaja uno en otra, y atornilla con esmero el conjunto, jadeando sutilmente por el esfuerzo y la concentración. Comprueba una y otra vez la estabilidad de la maquinaria y su buen funcionamiento. Todo calibrado a la milésima de milímetro, si no más. Todo el funcionamiento robótico cronometrado, mientras el viento fluye caprichosamente entre las ramas, ora más fuerte, ora calmado.

Cansinamente, el relojero camina hasta otro cajón, de donde saca una gamuza impoluta, y vuelve arrastrando los pies y boqueando. Procede a bruñir la caja cerrada, con meticulosidad y casi eclipsado por la tarea. Cuando está a su gusto, se reacomoda los anteojos y observa. Una prueba más del conjunto... Su boca abierta, los ojillos secos... Una tosecilla acude a su garganta... Carraspea... "Justo a tiempo", musita.

El relojero deja su obra recién terminada sobre el tablero, y trastabillea hasta otro mueble. Cuando consigue llegar, saca un maletín rígido de las puertecillas y regresa con él, casi agónicamente. Se sienta en el taburete. Abre la boquilla y separa las asas. Extrae material diferente, quirúrgico esta vez. Dispone sobre un paño limpio un bisturí, un separador, pinzas, aguja e hilo, gasas, antiséptico, un espejo... De una botellita ambarina toma una par de buenos tragos. Se abre la camisa y se limpia el pecho y las manos. Se coloca guantes. Corta...

El tictac del relojero es un sereno síntoma de que todo va bien, de que perdura la tranquilidad, de que la Naturaleza está fuera, y la máquina dentro. Un enfermo y viejo corazón reposa en un tarro, embebido en formol. En su etiqueta reza: "el monstruo que fuimos, la rareza humana". Unas campanadas sacan de la reflexión al ingeniero. "Ya es la hora. A por otro repuesto." Fuera sopla y ruge el viento, pero el trabajo no termina para el relojero.

Por Madame Eloise

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