Un relámpago gris cruzó el cielo y se perdió en el horizonte. La habitación estaba inundada, olía a hededumbre y se desconchaban las paredes. En un gigantesco contenedor de cristal se erigía la estatua a medio hacer de una fémina: las cuencas estaban vacías, de su túnica bronceada escapaba un pecho redondeado. Sus manos eran pequeñas y afiladas. La boca se curvaba en un mohín delicioso, los pómulos parecían estar tostados por la lima de metal y los rizos estáticos caían como serpentinas por unos hombros lisos y descubiertos. Su delicado semblante era admirado por un hombre bajito y robusto. Su espesa barba indicaba que había estado trabajando sin descanso durante días. Sus ojos negros brillaban con fuerza observando a su obra.
Resopló, y con ello chirrió la pierna mecánica sobre la que se apoyaba a duras penas. Rebuscó en una caja de herramientas y se dispuso a arreglársela. Saltó un tornillo, luego un muelle y después una tuerca que fue a dar contra la vitrina. Con mucho cuidado revisó que todo estaba bien, se colocó de nuevo la pierna y tomó el cincel electrónico. Se quedó un segundo mirando a los espacios sin ojos de la estatua y fue semicojeando a una sala contigua. Todas las paredes estaban cubiertas de dibujos y diseños de damas de todo tipo; bocetos de manos, bocas y pies y muchas cajas desordenadas. En una encontró lo que buscaba: dos órbitas impolutas ambarinas y de cristal. Satisfecho, se las ajustó a su creación y, desplazándose lentamente hacia atrás, contempló a aquella mujer inmóvil.
Se abotonó el cuello de la camisa llena de machas, se ajustó el cravat oscuro como la pez y se peinó la poca cabellera fina que le quedaba. Se acercó a la estatua y tomó su mano de bronce:
-Es usted hermosa, señorita.
Dijo sin esperar respuesta. Se sentó a su vera y le habló por cinco horas sobre lo idílica que podría ser su vida juntos. Exhausto por la jornada, se incorporó sosteniendo en todo momento los chapados. Fijando sus pupilas con las de ella, con cierta timidez, se atrevió a juntar sus labios con aquellos suyos. Riéndose como un chiquillo por aquel comportamiento se despidió de su amor imposible. Sin embargo, no se percató de que uno de los cables del circuito eléctrico tocaba los pies de la estatua. Pensando en el elaboradísimo trabajo que había tendido que realizar para llevar a cabo su obra maestra se durmió musitando: “Desearía que estuvieras viva”. En sus sueños aparecieron robos a empresas de chatarra, escamoteos de metales preciosos, contrabando de joyas increíbles… Todo por aderezar a su creación.
Fuera, la lluvia arreciaba. El depósito de agua para la turbina eléctrica colapsó y se desbordó. Lleno de energía, su motor viró rápidamente de tal forma que se preparaba una potente descarga. La luz corrió por los cables, imparable. Dio con el hilo que se enrollaba al dedo del pie de la estatua y se produjo el desastre.
El hombre se despertó asustado, se levantó con el corazón en la boca y avanzó lo máximo que le permitían sus piernas. Entró al laboratorio para ver el horrible espectáculo que se alzaba delante suya: todas las probetas, botellas y jarrones habían estallado. La mesa y el resto del mobiliario estaban ardiendo. Pero a él solo le preocupaba una cosa… ¡SU CREACIÓN! ¡SU DAMA! Sin importarle que el fuego lamiera su cuerpo se dirigió a la vitrina. Había cristales por todo el suelo, un humo negro subía con lentitud. Bregó por apartarlo y… no había nada, solo cenizas.
No. No podía ser. Todos sus intentos, todo su empeño, la mujer que había amado desde que surgió en su imaginación… No. Todo reducido a la nada. Cayó de rodillas. Lloró. Gritó. Se arañó el rostro. Gimió y soltó hipos terribles. Y en medio de tanto dolor, vio cómo una mano pequeña se alargaba para coger la suya. Alzó los ojos empapados en lágrimas. ¿Podía ser…? No. Debía de estar muerto. Aquello era una broma pesada de su mente impregnada de humo.
Volvió a mirar. Unos rizos suaves caían y una voz dulcísima aunque metalizada dijo:
-¿Pig-pigmalión?
Era ella. ¿Cómo no podía reconocerla su propio creador? La viva imagen de su estatua.
-Vi-va--- Es-es-estás vi…
-Salgamos de aquí.
Lo acomodó en su hombro desnudo y lo sacó afuera. Todo su cuerpo de metal era capaz de sostener el peso del artista y de arrastrarlo lejos de las flamas. Una vez lejos lo calmó con paños fríos y le dio agua del río cercano a la casa. Pigmalión intentó averiguar cómo había logrado que su estatua pudiese estar viva. Aterrado y muerto de miedo, se dio cuenta de que no era capaz de amar a aquella aberración producto de la naturaleza.
-Vete. –Le espetó.
-Tú me creaste y me deseaste.
-Vete. Eres abominable. Te amaba cuando eras una ilusión. Ahora… Ahora eres un engendro fruto del cielo sabrá qué…
-¿No soy lo que siempre has querido?
-Tú…
-¡Calla, estúpido! ¿Tus palabras fueron escuchadas y así es cómo me recibes? ¡Idiota!
-¡Márchate! ¿Quieres que te mate? ¡Maldito monstruo!
Pigmalión hizo ademán de agarrar a su criatura con intención de matarla, más era débil contra aquella mujer metálica. Sin remilgo alguno, ella lo empujó y abandonó a su suerte huyendo al bosque y perdiéndose en el follaje.
El hombre fue encontrado moribundo por los aldeanos de la zona. Convencido de que aquello fue una alucinación, murió poco después sin saber que su Afrodita no solo vivía en su recuerdo.
Angela Ramos
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