domingo, 27 de noviembre de 2016

Día internacional del Niño 2016 Vol.2

El pasado dia 20 due el dia internacional de niño y nosotros propusimos un juego literario, debido a la extensión de estos los hemos tenido que dividir en varias entradas, y sin mas preámbulos les dejo con la segunda parte de los relatos.




El Gato y el Ratón hacen vida en común.
(Cuento original de los Hermanos Grimm, Versión de Mikel Villafranca)

En la ciudad de Gearburgo todo es mecánico, es tal vez por la que humanidad jugo a ser dios y lo hicieron mediante la relojeria y la fuerza del vapor.
Sea como sea allí todo es una copia mecánica creada por el hombre y por eso ocurren historias tan lamentables como esta que voy a narraros.


En esa ciudad vivían toda clase de personas y animales alimentados por sus calderas y con sus mentes mecánicas rigiendo sus actos, y como todas las creaciones humanas, no funcionan como se espera, siempre hay características inesperadas.
Así fue como empezó esta extraña relación un Gato con un ronroneo mecánico y unas algentes y silenciosas patas hidráulicas que solía repantingarse al sol, fue a ver al ratón que con la velocidad de su mecanismo de cuerda autónomo se puso en marcha y se oculto tras la puerta, el gato insistió en su amistad mutua, ese día y el siguiente y muchos, muchos mas. Hasta que el ratón la tomo por cierta y el gato aprovecho esa circunstancia para pedirle irse a vivir juntos.
Pusieron su casa en común en el interior de un cálido reloj-árbol de péndulo, era tan espacioso que cabían los dos cómodamente. Un día el ratón insto en que tenían que recoger combustible para alimentar sus calderas durante el invierno, dado que los mecanismos y las calderas sufren mucho con el frío intenso, ambos recogieron alimento durante todo el otoño, y decidieron esconder sus reservas de invierno dentro de una cazoleta de cerámica muy grande en la antigua y ruinosa fabrica de relojes de cuco, y así lo hicieron.
Pasadas algunas semanas el Gato le dijo al ratón,- No te lo puedes creer pero mi hermana menor por parte de tuerca lumbar ha sido madre he insiste en que se padrino de uno de sus cachorros- y con alegre agilidad se marcho, volvió muchas horas después, y le dijo al ratón – pese a mis protestas mi hermana ha llamado al cachorro que apadrino Empezado. El ratón contesto- pues me parece un nombre muy inusual. Y ahí quedo la conversación.
Varias semanas después el gato regreso de la calle con noticia similar, aunque esta vez era su hermana por parte de engranaje maxilar la que experimentaba los rigores de la maternidad, y se marcho a ser padrino con igual agilidad y alegría, al volver se repitió la conversión, aunque esta vez el curioso nombre del recién nacido era Mediado.
Unas pocas semanas después otra de las hermanas del Gato fue Madre de nuevo, aunque esta vez se trataba de una hermana por parte de bisagra de pata anterior derecha, y el gato abando con alegre y silenciosa agilidad la casa para cumplir con sus obligaciones como padrino. Aunque en esta ocasión el ratón en vez de quedarse en casa salio a pasear y por cerciorarse decidió pasar por la fabrica y comprobar que la cacerola seguía intacta, pues pensaba que la necesitaría en el futuro próximo.
Cuando llego a la antigua fabrica fue al lugar donde habían escondido la cacerola y la encontró vacía, entonces empezó sospechar que el Gato se había comido todo el contenido a escondidas, algo que corroboro el Gato que con enorme agilidad se descolgó de una viga del techo, y dijo al ratón- que feliz coincidencia acabo de volver de ver al cachorro y no te vas creer el nombre que le han puesto- dijo el Gato con la mas melosa voz que era capaz de usar.
El Ratón empezó a huir y el gato le siguió, primero despacio después corriendo, a la par que decía- el cachorro a sido nombrado como Acabado. Un elástico salto acompañado de un fuerte mordisco puso fin a la huida del Ratón.
Y así acabo esta amistad.

El Reflejo.
(Una versión steampunk de un cuento clásico: El soldadito de plomo.
Por Janaceck Jadehierro)

-. Señorita, no se acerque al quitamiedos, ese tramo es peligroso.
La joven a la que el suboficial de a bordo increpaba se mantenía en un precario
equilibrio, encaramada a uno de los eslabones de la cadena del ancla y se inclinaba,
sujetándose apenas, sobre uno de los autómatas apilados en la proa, mientras el barco
avanzaba ligero rumbo a la costa de Tarifa y el sol del atardecer arrancaba destellos
dorados de las armaduras de bronce y acero ametralladas.
-. María siempre se ha comportado como una amazona arriesgada, dijo una voz
masculina tras él. La voz parecía burlona pero el rostro del hombre estaba serio y
acompañaba el comentario con otra calada al recio puro cubano recién encendido.
Observaba a la mujer con una mirada intensa, la misma que la de un ave rapaz sobre una
presa potencial.
-. Es muy peligroso, apuntilló el suboficial. Debe salir de ahí, madame.
El acento del marino era francés, por supuesto. El barco estaba abanderado con
la tricolor y el intento de ingerencia de la nación gala en la guerra hispano marroquí era
de sobra conocido a nivel internacional, aunque al mismo tiempo se toleraba lo que se
había dado por llamar de forma eufemística, “misiones de apoyo humanitario” en la
zona.
España ocupaba todos sus barcos en operaciones militares, bien para el traslado
de tropas, bien para el hostigamiento de las fuerzas rebeldes en suelo africano. Así que
los franceses, buitres amistosos aparentemente neutrales, se encargaban del transporte
civil entre la península y las ciudades costeras de la costa mora, aún bajo dominio
europeo.
La mujer vestía un traje de lino blanco muy vaporoso a la última moda levantina
y alzó la mano que sujetaba el sombrero para hacer ver que lo había entendido, pero se
demoró agachada junto al pecho de uno de los guerreros metálicos fascinada tal vez por
su imponente coraza abollada, inerme, despojada de la artillería.
El barco, un vapor ligero de trescientas toneladas, transportaba al continente los
restos de los recién adquiridos soldados metálicos que España estaba probando en suelo
africano y a algunos pasajeros y militares españoles de permiso.
De fabricación alemana, los impresionantes autómatas habían puesto en jaque
durante un breve tiempo a los independentistas norteafricanos, pero, al cabo de algunos
enfrentamientos y escaramuzas, se habían demostrado torpes y vulnerables ante las
tropas irregulares magrebíes que usaban la arena como escondite y dejaban una trampa
a cada paso. Ahora, más dañados que gloriosos, los devolvían a sus bases en Andalucía
para revisión y readaptación a las nuevas condiciones bélicas del conflicto.
-. A éste la falta una pierna, dijo la joven, pero más para sí misma que para los
dos hombres que la observaban. Es… imponente, frágil y hermoso.
El suboficial, inquieto por la inminente tormenta que se estaba formando al
oriente de las Columnas de Hércules y que ya espumaba las crestas de las olas del
estrecho, hizo el ademán de avanzar para tomar el brazo de la mujer, pero el otro le
sujetó por el hombro impidiéndole dar el paso.
-. Déjela. Se está divirtiendo.
-. Corre peligro.
-. Lo se. Es mi mujer. Dijo él con un deje de sarcasmo.
Ella tardó aún un rato en volver a la seguridad de la cubierta.
-. La cena se sirve en el salón en diez minutos, informó el suboficial una vez
estuvo a salvo, algo molesto por el incidente y por ver menoscabada su autoridad, por lo

que a todas luces parecía una pareja de comediantes irreverentes, de vida disoluta, lejos
de su posición social y sus valores morales.
-. ¿Te lo has pasado bien, querida?, le susurró el marido mientras la tomaba de la
cintura y la empujaba suavemente hacia la popa por la galería de poltronas de estribor.
Ella todavía volvió la vista una vez más antes de apartar la mano que la sujetaba
y taconear altiva en dirección al pequeño salón que hacía las veces de comedor para los
pasajeros y la tripulación de grado.
-. No me trates como si fuera una niña. Yo soy quien tiene el dinero,
¿recuerdas?. Lo dijo en voz baja pero firme.
-. Cómo olvidarlo, querida. Soltó con ironía. Me lo repites en cada ocasión.
Más tarde, ya en la mesa, el capitán, a comentarios del suboficial, se interesó por
las aventuras de ella.
-. Es fascinante. Ese metal brillante y pulido hasta parecer un espejo. ¿No cree
que resultan un blanco fácil para el enemigo?, preguntó ella con fingida inocencia.
Quiero decir, bajo el sol del mediodía.
Los hombres se rieron abierta aunque educadamente, de la ignorancia de la
dama. Le contestó un atractivo teniente de artillería, de nombre Guzmán, que regresaba
a la península con un corto permiso.
-. Imagine una docena de esos gigantes artillados con un cañón de treinta
milímetros y dos ametralladoras, luciendo como Apolo en su carro solar surcando el
cielo del Olimpo. Créame, esas máquinas meten mucho miedo tal y como están.
-. Sin embargo las derrotan. Todas tienen desperfectos. Apuntó ella dulcemente.
La sonrisa de los varones presentes se difuminó un tanto. Un puñado de ellos
eran veteranos de las guerras coloniales y no aceptaban bien las críticas. Mucho menos
si venían de boca de una mujer. Las sufragistas resultaban insufribles para depende qué
círculos masculinos, en especial si eran conservadores.
Su marido se vio en la necesidad de dar explicaciones.
-. Disculpen a mi mujer. Es bailarina de profesión y eso, -rió- , la obliga a estar
siempre dándole muchas vueltas a la cabeza.
Todos secundaron condescendientes la broma.
En otra ocasión ella le hubiera fulminado con la mirada. Pero estaba distraída.
Mientras los presentes celebraban la chanza con un alzado de copas, ella intentaba
descifrar la extraña sensación que le había producido verse reflejada en el pecho
bruñido del soldado metálico.
Durante aquellos escasos minutos que había durado la visión, se había
enfrentado a un rostro desconocido. Mas hermoso que el de ella misma, más brillante.
María se había encontrado a si misma frente al espejo y se había asombrado de
su propio reflejo al sol del ocaso.
La joven adolecía de una tristeza autoinfringida. No poseía una belleza que la
distinguiera del resto y toda su vida había echado de menos las muestras de admiración
y de envidia que otras recibían de hombres y mujeres de forma natural. Había hecho de
la danza una forma de expresión, pero incluso en ese terreno había fracasado y la
solvencia de la que económicamente disfrutaba, se debía más a la herencia de unos
familiares desaparecidos prematuramente y la venta afortunada de unas propiedades que
a su valor en las tablas.
Su matrimonio con Alberto Arribes era una farsa y sabía que la única razón que
le mantenía a su lado era porque le costeaba todos sus caprichos y, aunque a veces
tiraba de las riendas, se sentía cabalgando el caballo desbocado de una vida que no la
pertenecía.
En el pecho pulido del autómata había visto otra cosa.

La extraña luz dorada del atardecer había tornado su cabello castaño en rubio y
sus ojos le habían parecido verde esmeralda. Pero sobre todo, su rostro, habitualmente
delgado y anguloso, se habría vuelto dulce y proporcionado, el rostro de la mujer que
siempre había deseado ser. Y al alzar la vista sorprendida, se había encontrado con los
ojos del autómata que parecían observarla con intensa admiración.
En concreto parecían decirle, -así es como yo te veo-.
Por primera y única vez en su vida se sintió hermosa y deseada. Por eso se había
demorado. Por eso se había quedado tanto tiempo hipnóticamente hechizada junto al
extraño admirador.
Espejito, espejito, ¿quién es la más bella?.
Y ahora deseaba desesperadamente volver a sentir la misma sensación.
-. Esos autómatas, se atrevió a preguntar interrumpiendo la conversación que
había tomado otros derroteros, ¿están apagados?... dormidos, ¿verdad?.
En el fondo hubiera querido preguntar si el soldado la había estado hablando con
la mirada realmente.
De nuevo fue el teniente Guzmán quien galantemente se ofreció a responder.
-. Lo cierto es que permanecen en suspensión de funciones. Mientras que no se
les de una orden explícita, descansan. A estos se les ha ordenado que se dejen llevar
dócilmente hasta el desguace. Bromeó con un exceso de humor negro.
Ella no hizo intentos por disimular la decepción.
-. Creo que me estoy mareando, quiero acostarme un rato, dijo como pretexto
para abandonar la mesa. En realidad planeaba regresar a la proa para ver de nuevo al
bello autómata sin pierna.
Alberto, su enigmático marido, ni siquiera se molestó en fingir que quería
acompañarla a su camarote y la despidió alzando la copa de coñac con indiferencia.
La mar, como había predicho el suboficial, se estaba encrespando y las olas
hacían cabecear el buque escorándolo un tanto a babor. A pesar de eso, ella avanzó
agarrándose a la amura dejando que la espuma atomizada por el viento la mojase el
vestido y la cara. Pero al acabarse la barandilla de madera se encontró con una
prolongación de cable de acero que hizo que se sintiese insegura. Entonces dudó si
regresar al salón, pero el brillo metálico de los soldados amontonados, ahora más
intenso por el insalubre rocío, la atrajo como un canto de sirena.
No esperaba el golpe de la ola. En un instante pareció que el barco había
chocado contra un muro y se detenía por el impacto. Trastabilló y perdió el equilibrio.
No se precipitó al agua porque su vestido se enganchó en un tolete y sintió pánico. Una
cortina de agua cayó sobre ella y la empapó completamente. Respirar el agua salada la
aturdió y perdió el sentido de la orientación. De repente notó que un brazo tiraba de ella.
Una voz familiar la urgía a agarrarse fuertemente y salir de allí. Era el teniente Guzmán
que la había seguido para disculparse.
Lamentablemente ella se había quedado paralizada. No acertaba a mover las
piernas ni a ponerse en pie.
El teniente, no obstante, resbaló cuando la siguiente ola barrió la proa y fue
arrastrado por la borda.
Ella le vio desaparecer entre la espuma gritando socorro. A continuación el agua
se apoderó de su cuerpo desmadejado y la empujó también.
En ese momento, uno de los soldados autómatas se abalanzó hacia ella y
agarrándola por la cintura la arrojó como si fuera una muñeca de trapo a la zona de
poltronas. Era el soldado sin pierna.
Un segundo después vio que se había lanzado al agua en busca del teniente, o
eso la pareció en su conmoción, mientras otros soldados se levantaban en desorden

tropezando unos con otros y se interponían entre ella y el mar. A continuación se
desmayó.

*****

Pasaron varios días mientras se recuperaba de la tremenda experiencia en un
balneario cercano a la ciudad de Cádiz. De poco sirvió que la intentaran convencer de
que el suceso había sido fortuito. Los enganches que sujetaban a los autómatas militares
se habían soltado con el golpe de mar y uno de ellos cayó al agua siguiendo al
desdichado teniente que se había ahogado en el suceso. El resto, desordenados por la
fuerza de la ola, afortunadamente, la protegieron de un mal mayor al interponerse entre
ella y la fatídica barandilla.
Ella recordaba las cosas de manera diferente y aunque reconocía que la fiebre la
había mantenido en un estado de turbación prolongado se negó a cambiar de versión.
Con el tiempo llegó a olvidarlo y terminó por vivir en Madrid, en una casa de campo de
las afueras en compañía de su arribista marido.

*****

Mientras tanto, unos años más tarde, un barco de pesca sacó a la luz un extraño
pescado. Más de dos toneladas de bronce y acero al que la acción corrosiva del salitre
había dejado en un estado lamentable.
El peso de la máquina estuvo a punto de destrozar las redes y los pescadores
decidieron venderla para resarcirse de las pérdidas por la reparación.
La máquina estuvo a punto de ser fundida en varias fundiciones andaluzas pero
siempre, el origen militar de las piezas, echaba para atrás a los fundidores que temían
multas de la administración por destrucción de material del ejército.
El caso es que el ejercito tampoco llegó a reclamar al autómata de forma oficial
por lo que quedó olvidado en una especie de limbo administrativo oxidándose
lentamente en la trasera de una chatarrería.
Finalmente fue adquirido al peso por una compañía de variedades que pretendía
usarlo como parte importante del decorado de una zarzuela a estrenar. La Africana. Del
Maestro Guerrero.
Aquella circunstancia fue determinante para que María y el soldado se volvieran
a reunir.
A veces es muy fuerte la tentación de creer en el destino, y para María esta fue
la ocasión más significativa de su vida.
En el estreno de la zarzuela en la capital, la primera de esa temática tras la
dolorosa defección de España en el Magreb, ella ocupaba un palco en el Teatro
Calderón junto a su marido, quien ya entrado en canas trataba de disimular lo mejor
posible su condición de mantenido con una apostura exagerada y más teatral que la de
muchos de los actores que pululaban por allí.
Cuando vio la chatarra restaurada del autómata, de nuevo brillante y abollada,
adornada de guirnaldas y coronada por una bandera española, sedente y claramente
huérfana de su pierna derecha, la bailarina no pudo reprimir un grito ahogado.
Al final del primer acto bajó al escenario y sobornó a un tramoyista para que la
dejara curiosear en bambalinas. Cuando la enfrentó cara a cara ya no tuvo dudas. Era el
mismo autómata, olvidado en sus pesadillas, renovado contra todo pronostico en una
realidad que cada vez más, se la antojaba irreal. La de su propia vida.

Convertido en la caricatura del soldado orgulloso que fue, desarmado y
denostado por la España que no quiso superar su propia derrota y que ahora convertía
en comedia la tragedia del abandono de las colonias, el espejo de su alter ego le pareció
el ser más indefenso del mundo.
Sintió la imperiosa necesidad de salvarlo, de devolverle el favor que un día fue
crucial para superar la espiral de sinsentidos de su existencia. Le pareció mágico el
reencuentro, dudaba entre saber más o tan solo dejarse llevar por la sensación de
milagro y optó por la segunda, convencida de que tal arreglo metafísico debía significar
el comienzo de otro gran cambio para su vida.
Y así fue. Pero no como ella lo esperaba.
Tras unos meses de incertidumbre y una cantidad no despreciable de voluntad y
dinero consiguió que la chatarra terminase en su casa de campo. Depositada sin remedio
en el sótano de la leñera, en el único lugar que podía albergar tal enormidad sin llamar
la atención de vecinos ni llamar en exceso la de su marido, quien por aquellos días
amenazaba con frecuencia con poner en duda su sano juicio y su capacidad para
administrar ante un notario.
Tal vez el destino sí existía, o tal vez los planes ya estaban maduros para cuando
ocurrió. Tal vez, incluso, se concatenaron los hechos en favor del peor de los
protagonistas de la historia, como suele ocurrir vaya usted a saber por qué locura o
maldad divina, y el marido, harto de ser segundón, harto de rogar por algo que ya
consideraba suyo, decidió matarla.
Después de años de tener que conformarse con su paga, después de soportar
giras por España viendo cómo su prestigio social se veía minorado por los fracasos
profesionales de su mujer y ver alejarse la posibilidad de pertenecer al nivel de sociedad
al que creía tener derecho, había urdido un plan infalible.
María había pasado cada rato libre de aquel lluvioso otoño mirándose en su
espejo particular. Pensaba, entre otras cosas, en lo curioso que resultaba que su propio
nombre significase espejo en hebreo. Pensaba en su destino.
Pero qué veía en ese espejo es algo que sólo podemos imaginar. Lo que sí es
seguro es que la conectaba directamente con sus sueños, con sus más secretos anhelos y
sus más inconfesables fantasías. Con un yo atemporal y hermoso de espíritu que la
reconciliaba consigo misma.
Había desmontado cada pieza y la había restaurado como había podido y aunque
nunca consiguió devolver la vida a aquellos oscuros ojos, había reconstruido la
maquinaria y había descubierto un espacio vacío que antaño debió ocupar la munición y
en el que gustaba de acomodarse de vez en cuando para imaginar que viajaba por su
mundo de fantasía dentro de él.
Una tarde, ya cerca de los primeros fríos que teñían de blanco la sierra
madrileña, Alberto, su marido, la buscó insistentemente.
Ella, que no quería verle, como tantas otras veces en que huía de su cada vez
más detestada presencia, se escondió, y él, sabiendo donde y qué es lo que hacía, mandó
descargar el camión de carbón para la caldera sobre la figura recostada del autómata.
Las seis toneladas de carbón tardaron pocos segundos en llenar la leñera hasta el
techo con la provisión para la calefacción de todo el invierno.

*****

La policía primero, los voluntarios después, nadie con el paso de las semanas, se
encargaron de buscar a María. No apareció.

Aunque hubo sospechas, nada se probó, así que él heredó lo que quedaba de las
rentas, antaño bien administradas, y poniendo mar de por medio, emprendió viaje a las
américas de las que no volvió. La casa de campo quedó abandonada. Huelga describir el
horror de la muerte de María.
Años más tarde, algunos chavales del pueblo, aleccionados por sus padres,
entraban de vez en cuando a la abandonada finca en busca del carbón.
Así descubrieron poco a poco el cuerpo del soldado sepultado bajo las negras
piedras bituminosas, y cuando los mayores, codiciosos de tanto metal, comenzaron a
desguazarlo para venderlo por piezas, encontraron la pequeña cavidad en su pecho, tan
cerca de la maquinaria que los huesos se habían mezclado con los engranajes. Creyeron
que eran astillas y los usaron para encender una hoguera, hasta que encontraron también
el cráneo.
El temor al mal fario les asaltó y decidieron dejarlo allí. Y así fue que quedaron
los últimos huesos de la bailarina y los engranajes del soldado, juntos, que sepamos,
hasta nuestros días. Enterrados y olvidados para siempre entre la leyenda y la
superstición.

EL FLAUTISTA DE LONDRES
(Basado en el relato de EL FLAUTISTA DE HAMELLIN.
Versión de Marina González)

Érase que se era, hace no mucho tiempo, en el inicio de una era de grandes inventos a vapor, donde estar a la vanguardia era lo último, ocurrió lo inesperado.
Gracias a la celebración por todo lo alto de la coronación de la Reina Victoria, se amontonaron toneladas de basura por las calles (véase botellas, inventos que iban a ser regalados a la recién nombrada Reina, pero que no salieron a la luz por no funcionar, sobras de comida, ropa recién estrenada y manchada de aceite de los inventos fallidos y de comida, etc.), proliferaron las ratas, tanto robóticas (éstas tenían un nivel de inteligencia mayor que la de los robots al haber aprendido a reparar sus piezas rotas, lo que aumentaba su nivel de resistencia y de vida útil, termino poco adecuado al referirnos a rata), como reales. Por lo que los 3 autómatas que había en la ciudad de Londres no daban abasto para limpiar la basura ni eliminar las ratas.
La reina estaba en su luna de miel, que había aprovechado para visitar su vasto imperio y que la conocieran allende los mares en aquellas tierras lejanas que le pertenecían por legítimo derecho y ver cómo estaban los virreyes, por lo que el problema le tocó solucionarlo al gobernante de la ciudad, un señor acaudalado y más proclive a la organización de fiestas y eventos (se le daban de fábula, había que haber estado en la coronación para ver su manejo de la fiesta y tendríais que ver la que organizaría por la boda de la reina con su futuro marido Alberto).
Total, que el encargado de resolver el problema no tenía ni idea y decidió hacer una subasta pública para encontrar a alguien que pudiera solucionar el tema de las ratas por una buena bolsa de monedas de oro (y llevarse el mérito él por supuesto). Mandó mensajeros por todo Londres y por los pueblos cercanos para que en tres días se presentaran los mejores exterminadores de ratas mecánicas y de carne y hueso.
Se presentaron muchos rufianes, mentirosos, predicadores que se basaban en dioses de la mecánica (lo que no solucionaba cómo erradicar las ratas de carne y hueso) y muchos mentirosos.
En total, el proceso de selección duró tres días con sus tres noches. Todos los pretendientes fueron rechazados. Al alba del cuarto día, cuando ya habían despachado al ultimo, inventor de las piernas protésicas a vapor y que por la pintura casi parecían reales, al cual le faltaba una pierna y que se negaba a usar sus propias prótesis por pertenecer a la raza de inventores raros, y que parecía el mas adecuado, pero que proponía como solución lanzar veneno que deshiciera todo tipo de carne y metal en el Tmesis y ríos cercanos y en los edificios de Londres (idea brillante en cuanto a exterminar todo tipo de ratas, en lo demás…. no); se presentó un muchacho de 16 años, con un ojo azul y el otro marrón, todo de negro (la moda es victoriana no ir de funeral durante la luna de miel de nuestra señora la reina) y con sólo una bolsa alargada y fina por equipaje.
El muchacho les propuso que eliminaría todas las ratas en menos de 3 horas. Al preguntarle la corte real cómo, les respondió que con su flauta, la cual llevaba en la bolsa. Los nobles se rieron de semejante plan, ya habían tenido mucha paciencia los tres días anteriores como para que viniera un joven plebeyo panoli y paleto con su flauta, que seguro que no sabía ni cómo usarla. Le dijeron que le contrataban. Que era el mejor plan que habían visto hasta ahora.
El muchacho no se inmutó. Copio su flauta, empezó a tocar y todas las ratas de palacio fueron a su encuentro en el vestíbulo (las caras del gobernador al ver tanta rata fue alucinante). Salió al exterior, donde reunió a más de 15.000 ratas sin contar las de palacio y mientras recorría la ciudad iban uniéndose más y más ratas (el gobierno británico dice que no fueron más de 20.000 ratas, pero la verdad es que fueron más de 500.000 ratitas adorables, negras de suciedad y malolientes, pero adorables al fin y al cabo).
Tuvo que recorrer más de 190 kilómetros hasta llegar a la costa de Bristol para echar las ratas a ese mar (las focas que hay entre Irlanda y RU tienen como pasión comer todo tipo de ratas, sus preferidas son las que se han puesto ceporronas de banquetes y fiestas). Ojo, el viaje lo tuvo que hacer andando y sin parar de tocar la flauta día y noche
Al volver (andando) a Londres, se habían olvidado de él al haber organizado una fiesta por el fin de las ratas (ahora no había ratas).
Y al exigir al gobernador el pago de sus servicios, éste se negó porque no iba a pagar a un simple flautista por “deshacerse” de unas pocas y míseras ratas flacas que no habían hecho nada.
El muchacho se enfadó, sí, por fin tuvo una reacción. E hizo lo más sensato. Coger su flauta y empezar a tocar otra vez… ¿Quién apareció esta vez? Los tres hijos rollizos del gobernador seguidos del resto de niños de Londres.
Y desapareció.
Dicen gente sencilla de pueblo que los vieron caer por la costa de Bristol como ratas. Otros que el flautista abrió por arte de magia el interior de una montaña cercana a Londres y metió los niños ahí.
Nadie sabe dónde fueron.
EL gobernador perdió la cabeza. Literal. Se la cortaron y la pusieron en una pica en lo más alto de la más alta torre del castillo (que no era muy alto, así que se veía bien) para que los sucesivos gobernadores no hicieran lo que hizo.
Por eso la reina Victoria fue tan dura durante su mandato.
La historia oficial es que hubo enfermedades, hambrunas y demás “cosas de la época” para dar explicación a por qué no había niños.


Peer Gear Gynt
(Relato versionado por Victoria Firefly )

En las montañas de Noruega, vivió una vez un joven llamado Peer Gear Gynt. Desde la repentina muerte de su padre, el joven vivía con su madre en una granja destartalada junto a un arroyo, pero aun vendiendo todos los inventos de su difunto padre, vivían en la miseria, y Peer había dejado que se arruinaran debido a su comportamiento perezoso y holgazán. Durante el verano, nuestro protagonista se fue varias semanas con un grupo de científicos e inventores recorriendo Europa en busca de nuevas investigaciones que realizar, y amistades que tratar.  Os preguntareis cómo pudo permitir el lujo de viajar con ellos. Se presentó ante ellos como si se tratase de un humilde y servicial “Passepartout” llevando sus equipajes y más pesados paquetes en todo momento. El viaje no le duró demasiado por en un momento de debilidad decidió inconscientemente robar a uno de ellos. Se trataba de un reloj de bolsillo capaz de predecir la temperatura del día siguiente utilizando pequeñas ráfagas de luz según los grados indicados. Era de noche y su amo dormía plácidamente junto a él. Justo en el instante en que toco la esfera, se activó una alarma por sensor y le produjo un calambre. Gritó con todas sus fuerzas por el dolor que le produjo y despertó a todo el equipo. El día siguiente tuvo que regresar como pudo devuelta a su casa, avergonzado por sus actos y con apenas dinero para sobrevivir hasta su regreso.
Cuando regresó, su madre le reprendió duramente
-¡Eres un granuja! Te marchas sin si quiera avisar a tu pobre madre y vuelves con las manos vacías…
Peer, avergonzado por lo sucedido, decidió guardar silencio, algo que su madre interpretó como un acto de cobardía por su parte.
-Por tu culpa somos pobres y miserables. ¿Piensas cambiar de actitud algún día? ¿Esperas que la suerte caiga del cielo?
- No, pero algún día me casaré con una hermosa y rica científica. Entonces viviremos una vida majestuosa y el dinero ya no será un problema para nosotros.
-¿Quién querría casarse con un ocioso y perezoso chiquillo que se dedica a soñar despierto y malgastar su tiempo haciendo aquello que más le conviene? Deja de construir castillos en el cielo Peer Gear Gynt y dedícate a lo que mejor nos vendría en este momento: ayudarme con las tareas de la granja. Te hago saber que mientras viajaban en globos y demás medios de transporte infernales, Mads Moen consiguió enamorar a una joven adinerada y hoy mismo es la ceremonia.
- Entonces no tengo tiempo que perder. Debo impedir que se casen y así obtendré mi valiosa recompensa.
Antes de que su madre pudiera detenerle, Peer atravesó colina abajo entre los arboles del bosque otoñal y desapareció de su vista.
En el patio de la granja más rica de Heggstad, se congregaban todos los invitados. Había un violinista que tocaba alegres melodías mientras los jóvenes y mayores bailaban al son de la música. Cuando llegó, todo el mundo se le quedo plantado ante su apariencia desaliñada y sucia, y aun sabiendo que no había sido invitado, decidió invitar a la mismísima novia, que yacía sentada cerca de una de las mesas principales junto a su actual prometido. La joven se llamaba Solveig y a pesar de su timidez, encandilaba a cualquier chico que pasara cerca suyo. La madre de la novia observó que se trataba del mismo Peer Gear Gynt y escuchó como la gente comenzaba a murmurar sobre la pareja. La madre la llamó pero nuestro protagonista se percató y decidió sostenerla firmemente en sus brazos. La joven le rogo que le soltara, pero él insistió y decidió llevársela consigo, amenazándola de que si no cumplía con sus deseos, se convertiría en troll y la amanecería cada noche mientras durmiera. Ella intentó escabullirse de la situación pero salió perdiendo. Peer la arrastró hasta las profundidades del bosque ladera arriba. Viendo que el resto de los invitados salían corriendo tras ellos, le dio un beso de despedida como si se tratara de su amante y se escabullo entre unos matorrales. Tuvo la mala fortuna de caerse ante un precipicio pero unos lechos amortiguaron su caída. Una vez pudo recuperar la consciencia, se encontró ante una doncella vestida de verde. Se presentó como la hija del Rey Brose Machine de Drove, y él se hizo pasar también por príncipe  de la Reina Aase de Gudbrandsale, tierra de los mejores inventores. Observó que la joven no parecía humana, y sus ropajes eran un tanto peculiares, pero no quiso parecer maleducado tratándose de una princesa. La princesa le invitó a conocer su reino, no muy lejos de donde se hallaban. Peer se moría de curiosidad por el ver el palacio de la princesa y la cantidad de inventos e instrumentos que debía poseer. De repente, apareció ante ellos un gorrino robusto y rosado que poseía el comportamiento de un corcel. Se montaron en él y llegaron a una cueva muy profunda donde apenas se concebía un ápice de luz, y lo único que podía verse brillar ante tal oscuridad, eran los ojos hambrientos de cientos de trolls deseosos de conocer al forastero. Al fondo de la sala estaba sentado en su trono el Rey de la Montaña, y al ver al joven muchacho exclamó:
-         Querida hija mía, nos traes un suculento manjar como postre. Estoy deseando probar sus exquisitos y escuchimizados dedos.
-         Esperad padre-exclamo la joven troll- este joven, de nombre Peer Gear Gynt, dice ser el hijo de la Reina Aase de Gudbrandsale, y yo deseo desposarme con él.
-         ¿cómo decís? –exclamaron el joven Peer Gear Gynt y el Rey al unísono-no toleraré que mi única hija heredera al trono, se case con un vulgar príncipe que apenas posee una cola como debiera tener un troll.
-         Disculpad noble Rey –Intercedió Peer Gear Gynt-si solo se tratase de llevar ante mis espaldas una cola troll, accedería encantado a casarme con su hija.
El rey, dudoso de nuestro joven protagonista, decidió ponerle a prueba.
-         De acuerdo joven Príncipe. Accederé encantado a aprobar la unión de este matrimonio si antes eres capaz de sobrellevar ante tus espaldas, y más concretamente en la zona del coxis, una cola digna de un príncipe troll.
Peer no dudo un segundo y accedió a dejarse colocar una cola troll si así conseguía casarse con la princesa y vivir rodeado de artilugios e inventos de lo más asombroso.
Pero, a penas pasaron unos segundos, y nuestro joven protagonista no podía soportar llevar consigo la desdichada cola que parecía pesar como una tonelada, y que le hacía sentir incómodo con su persona. Miraba a su alrededor, y la vida le parecía una incongruencia. La princesa se encontraba de lo más tranquila, y el Rey parecía verdaderamente dispuesto a su cumplir su palabra. Solo habían pasado 2 minutos, y nuestros protagonistas ya habían contraído matrimonio a través de una ceremonia un tanto peculiar y  corta. A medida que pasaba el tiempo, Peer se percató de que no había visto ningún invento ni artilugio de valor que poder atesorar o al menos llevarse consigo cuando pudiera escaparse de su actual esposa troll. En un momento de distracción, decidió quitarse la cola y huir de aquel infierno donde los monstros de alimentaban de la miel de los cerdos. Los trolls se percataron al instante de su huida, y gritaban despavoridos tras él: 
-¡Príncipe Peer Gear Gynt, cuando te atrapemos, te arrancaremos los ojos de sus cuencas y devoraremos de cuerpo poco a poco por haber deshonrado a la princesa y el Rey de la Montaña!
El joven, estuvo a punto de caer en las redes de los trolls, pero la suerte le aguardaba una segunda oportunidad. La joven Solveig, se había pasado toda la noche intentando buscar a su amado porque tenían que reconocer que él beso que le plantó, había sido de amor verdadero, no como el que le dio su prometido aquel mismísimo día. Tras mucho andar por el bosque, escuchó los gritos de Peer que provenían de la misma cueva donde se hallaba nuestro joven protagonista, y al instante volvió corriendo al pueblo para tocar las campanas de la Iglesia de Heggstad para ahuyentar a los monstros. Ya a salvo, nuestro joven se pregunto quién había sido su salvador, y en ese momento apareció ante él la joven Solveig confesándole su amor verdadero. Peer se encontraba atónito, y lo único que pudo hacer en aquel momento fue darle las gracias a Solveig correspondiéndole con un beso de amor verdadero. Los amantes decidieron escaparse del pueblo, más allá de las montañas que rodeaba su tierra, y buscar un nuevo asentamiento dónde poder vivir su amor en paz. Pasó el tiempo y un día nuestro protagonista Peer Gear Gynt, mientras se hallaba diseñando nuevos inventos que pudieran revolucionar la humanidad y además ayudaran a su mujer con las tareas del hogar, apareció ante él una bruja de aspecto familiar. Era la princesa troll que le había estado buscando durante semanas y meses para sucumbir a su venganza. Le advirtió de que si no iba con él en ese preciso instante le arrancaría los ojos a su mujer y nada le serviría si intentaba acabar con la vida de la princesa troll. Peer, sintiéndose culpable de no haber podido cumplir su promesa de vivir con la princesa troll, accedió a acompañarla y le dijo a su mujer que no tardaría en regresar porque iba a la ciudad para comprar material para sus últimas creaciones.  Pasaron los años y Solveig ansiaba su retorno como agua de mayo. Se pasaba los días cuidando de la granja e ideando nuevas formas de mejorar los inventos de Peer. A menudo se paraba a contemplar el paisaje vacio que rodeaba a su hogar, hasta que un día ya no fue capaz de ver más allá de él. Un día, nuestro ya no tan joven protagonista pudo regresar a su hogar tras muchos avatares intentando vencer al troll que había convertido su vida en una desdicha. Nada más escalar una empinada montaña estuvo a punto de decidir acabar con lo que ya le quedaba de vida, pero en ese instante pudo escuchar a lo lejos una mujer cantando una canción conocida. Se dirigió hacia donde provenía la voz, y de pronto se encontró ante una cabaña de madera y hojalata. Junto a la perta estaba sentada una mujer de pelo blanco, con ojos dulces pero ciegos. La reconoció al punto, y gritó el nombre de su amada. La mujer levantó la cabeza de golpe tras oír el grito de su amor y comenzó avanzar lentamente hasta que se fusionaron en un abrazo que terminó en el suelo, apoyados en un viejo pino. Se quedaron juntos mucho tiempo en silencio; lo único que se podía escuchar eran los sollozos que temblaban en el aire. Peer le preguntó que si sabia donde se había encontrado todo el tiempo desde la última vez que se había visto, a lo que ella contestó que en todas partes. En su fe, en su esperanza, en sus materiales más preciados, pero sobretodo en su corazón mecánico, corrompido por el malgaste del tiempo. Peer ocultó su cabeza, empapada de lágrimas, en sus suaves manos, y cuando este pudo exhalar su último suspiro, ella le murmuró dulcemente
-         No deseo que me repares. Mi viaje y el tuyo acaban aquí,  y por fin yo descubrí que más allá de la ciencia, no hay corazón que pueda sustituir al natural en su esencia de amar. Tú también llegaste a entender la verdad de la vida: la verdadera felicidad está aquí, en compartir tu amor con la persona a la que amas, creyendo en ti mismo, así como trabajando duro y esforzándote por conseguir mejorar cada día, amando lo que haces, sin necesidad de aspirar a una vida material rellena de objetos inanimados que destruyen la esencia del ser humano.
La Bella y la Bestia
(Ángela Ramos González)


Mi nombre es Jean L’Oublié. Soy mercader y hoy llegó a mi posesión un extraño artefacto. Venía en una vieja caja de madera, marcaba que su contenido era frágil y nadie pareció darle importancia.  Eran los últimos despojos del barco que a duras penas arribó a la costa.
Lo he perdido todo, pero aún me quedan mis hijas.
Espero casar a las dos mayores, pues es lo que piden con insistencia día tras día, alegando que quieren huir de esta “casucha” a la que tuvimos que mudarnos y que ansían tener muchas joyas y no mueven un dedo. Me duele saber que piensan eso. Lo he intentado todo, solo tengo el curioso aparato de la caja.
Sin embargo, Bella es mi consuelo y motivo de mayor orgullo. Es tremendamente lista y humilde, ha estudiado en las mejores escuelas y toma clases en la Sorbona.
Es inteligente. Sé que no acabará con ningún patán. ¡Me hace gracia cómo esos paletos del pueblo le muestran sus músculos, sus brillantes melenas, sus piezas de caza! Ella los rechaza con un ademán respetuoso y vuelve a encerrarse en sus libros. Además trabaja en el huerto y cuida de las dos cabras ancianas que nos mantienen.
He querido vender esa suerte de urna extraña, más a nadie le interesa.
Escuché que llegaba una flota mercante, quizás pueda hacer negocios y aprovechar algunos inventos de poca monta que guardo. Deseaba hacerle un regalo a mis niñas, así que les pregunté que querían: las mayores pidieron collares  y brazaletes de piedras preciosas y Bella… Bella se conformaba con una rosa.
Con apenas unas migajas por los cacharros vendidos monté en el percherón peludo y emprendí el camino a casa. La noche era oscura, un aire frío acuchillaba el cielo negro.
No recuerdo en qué momento me perdí en el bosque. La lluvia arreciaba con violencia y me impedía ver nada. Con los ojos entornados  y calado  hasta la médula escuché aullidos cercanos: lobos. El percherón respiraba con miedo y, antes de que uno de los canes se arrojase sobre nosotros, echó a galopar tan deprisa que no me dio tiempo a agarrarme bien a las bridas y caí.
La luna ululaba y caminé con mucho dolor hasta que aprecié a lo lejos una silueta amorfa. Un rayo de luz dibujó el contorno de un castillo. ¡Aleluya! ¡Estaba salvado! Corrí hacia allí y llamé varias ocasiones a la gigantesca puerta.
Se abrió y, sin dudarlo, me introduje en un pasillo cubierto de moqueta blanda. De repente, se encendió una llama, y vi donde me encontraba.
Ante mí se erigía una vertiginosa sala, otrora ostentosamente decorada, de la que restaban muebles carcomidos y sábanas raídas. Ese ambiente regio estaba moribundo.
A gritos pregunté si había alguien en aquel lugar, pero solo me respondió el eco de mi voz. Con paso tímido entré en el comedor y cuál fue mi sorpresa cuando vi una mesa kilométrica servida de los más preciados manjares hasta rebosar. Esperé de pie, pues pensé que la persona ama de esta casa estaría a punto de bajar a cenar.
En eso, apareció un curiosísimo personaje: era muy alto, larguirucho más bien, con un cuello excesivo y los brazos curvados en una incómoda posición. Vino hacia mí y pude verle las facciones: era un autómata color bronce que recordaba a la forma de un candelabro. ¡Y vaya si lo era! No tenía manos, en su lugar se ramificaban lámparas que infundían a toda la estancia de un resplandeciente tono amarillo. Sobre su cabeza se caía a un lado una peluca barroca, absurdamente colocada. El ser de bronce me dijo con un acento parisino muy marcado:
-Buenas noches, monsieur. Pohhg favohhg, tome asiento y disfhhgute de la cena. El señohhg de la casa lo invita.
Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero devoré unos cuentos platos con hambre de seis semanas. El autómata me dijo que se llamaba Lumiére, y me presentó a un compañero opuesto a más no poder a él: Ding-Don. Era una criatura rechoncha, como fabricada con un tonel, no tenía casi cabeza, y apenas le brotaban los brazos y las piernas que parecía que iba rodando. En su vientre se apreciaba que era un enorme reloj de cuco, y al dar las horas, de su barriga salía un carrousel fantástico. Ambos droides me acompañaron a una habitación donde pude descansar y me aseguraron que mañana estaría lista mi montura para partir.
Después de un desayuno idílico me dispuse a abandonar aquel palacio onírico, pidiéndoles a los buenos sirvientes que dieran mi más sentido agradecimiento al amo de la morada. En mis bolsillos había joyas en abundancia que me regalaron para mis hijas. Mas, ingenuo de mí, cuando estaba a punto de subir a mi percherón (¡Sabe Dios donde lo trajeron!), vi la rosa más majestuosa que jamás mis ojos percibieron. La tomé en mis manos, ¡a Bella iba a encantarla! Y entonces…
Un rugido horrible inundó todo el jardín destartalado. Vi una sombra que me empujó al suelo y unas fauces babeantes encima de mi boca. Apenas entendí un “¡¿Por qué lo ha hecho?! ¡¿No lo he tratado bien?!” y aquellos ojos amarillos me provocaron pavor. Pedí mil disculpas y le expliqué el porqué de mi acción. Era demasiado tarde, estaba a punto de recluirme en sus celdas. Pedí, ¡triste de mí! Ver a mis niñas por última vez.
En tres días debía volver a mi futuro cautiverio. Marché apesadumbrado.
En casa conté mis andanzas y Bella dijo algo que me partió el corazón:
-Padre, iré yo a quedarme con esa bestia –pues así habíamos apodado a aquel ser monstruoso- A fin de cuentas, la culpa de todo fue mía por pedirte la rosa.
Si en algo ha salido a mí es en la tozudez. Era imposible persuadirla para que no lo hiciese. Así que tres días después nos presentamos en la mansión. Ding-Don y Lumiére nos recibieron, sorprendidos por la presencia de Bella. Fue entonces cuando pude apreciar con qué aberración iba a quedarse mi niña:
Mediría dos metros, era fornido y desproporcionado. Un pelaje grueso y oscuro cubría todo su cuerpo, dándole el aspecto de un lobo erguido meneando la cola, también peluda. Tenía garras como de acero en las zarpas y en los pies. Aun así, con cierta ironía, vestía una casa roja tipo militar y unas calzas blanco roto. Pese a su aspecto amenazador, sus ademanes eran caballerescos y no tuvo problemas en aceptar el cambio. Sé que Bella es una mujer fuerte, pero tengo miedo de dejarla con ese engendro.
Parto con el corazón en un puño, le he pedido a Bella que me mande cartas de cómo se encuentra. Mi percherón se mueve con la misma tristeza que yo… y lloramos juntos.
Mi querido padre,
Sé que tiene miedo de que la bestia me maltrate, pero debo decirle que apenas lo veo. En su lugar, paso las veladas leyendo en mi alcoba (¡qué escritorio, qué plumas! ¡Es todo bellísimo!) y bajando a la biblioteca de la Bestia. ¡Ah, padre! ¿Cómo puedo describirle aquel lugar mágico? ¡Jamás he visto un santuario de los libros más repleto! Sabe que estar ahí me hace feliz y puedo acceder en cualquier momento. También paseo con esos autómatas tan simpáticos por los jardines, que me entretengo en cuidar, aunque tengo prohibido acariciar las rosas.
Espero que todo vaya bien en casa. Un dulce abrazo a mis hermanas y mi más cálido beso para ti.
Bella
Los días van pasando y siento que me apago. Apenas puedo moverme del sofá a la cama, no logro activarme nada. Mis hijas están preocupadas, no saben qué hacer y por casa pasan a todas horas varios pretendientes que me aplican remedios de lo más asquerosos e inefectivos. Creo que estoy muriendo de pena.
Bella debe de estar preocupada. Hace semanas que no respondo su última misiva, y es porque no tengo fuerzas para más… Solo espero poder verla antes de morir…

            ¡Bella! ¡Ha vuelto! ¡Ha venido a verme! Dijo que pudo observar cuán enfermo estaba a través de un espejo que tiene la Bestia que permite encontrar a cualquier persona. ¡Tan diligente ella! Tiene un permiso de ocho días en los que me cuida con el alma en los pies. ¡Me estaba muriendo de pena! No quiero que se marche… Mas ella me dice que debe regresar, que si no caerá un castigo sobre ella y no puede romper su promesa… Poco a poco mejoro. En apenas una semana estoy repuesto. Sus hermanas están contentísimas de tenerla aquí, no quieren que se marche. Pero ella insiste en que debe partir.
Avanza el tiempo, creo que ya ha debido de terminar el plazo que podía quedarse… Y ella lo sabe. Mis otras niñas la han forzado para que se quedase, mas esta noche he oído al percherón galopar con dirección al palacio. Espero volver a verla…

            Ha venido Lumiére a casa. Quiere que los tres vayamos al castillo y que lleve aquel curioso artefacto, que el amo conoce su uso. Ellas, con miedo en el cuerpo y yo, entretenido por el autómata, nos hemos presentado allí.
Todo parecía diferente. La nieve cubría como una colcha suave todo el jardín, aunque las rosas seguían luciendo su bello color rojo como gotas de sangre en el firmamento. Nada más abrirse la puerta vi a Ding-Don en una animada conversación con la que supuse que era la ama de llaves (autómata, claro), aunque más bien podría decir que era una estación de té con patas de pollo.
En una sala que desconocía estaba Bella y la Bestia, quien sostenía con muchísimo cuidado una rosa a medio marchitarse entre las garras.
Le entregué el artefacto a Bella, quien introdujo la flor en la superficie de la urna.
Un chisporroteo sacudió el aparato, y comenzó a abrírsele un ojo en la punta. Las otras dos chicas se habían quedado muertas de miedo en la entrada, y yo me moví con precaución hacia atrás. Un chirrido espeluznante nos obligó a taparnos los oídos, salió un rayo de luz y apareció una señora abombada por un lado y estilizada por otro, con dos rostros, uno joven y otro anciano. La Bestia le rugió. El ser con aspecto femenino le sacó la lengua (la cara vieja) y miró a Bella. Sonrió (la cara joven) y dijo:
-Veo que por fin has encontrado quién te librará de tu maldición, Bestia. –y la abuela añadió- ¡Y aquellas dos niñatas! –De repente mis otras dos hijas estaban allí- ¡A las que las corroe la envidia… -Sentenció la joven- serán petrificadas por toda la eternidad para ver la felicidad de su hermana!
Dicho y hecho. Con la boca abierta y lombrices escarbándoles la base, quedaron esculpidas como ángeles llorosos y rabiosos.
-¡Aunque creo que yo también saldré ganando! –Dijo la mujer mayor mirándome a mí y guiñándome un ojo que casi me produjo arcadas- Entonces… Esto debería de haberse quitado ya… ¿no? –Replicó la mujercita- ¡Espera! –Ambas se alternaban y lanzaban hechizos a la Bestia, que fue hombre en algún momento. Mas nada surtió efecto… - ¡Tonta! Si han pasado diez años ya no hay garantía… -respuesta- ¿Pero qué garantía? –vieja- ¡Zote! Si la maldición no se deshace en menos de lo que dura la garantía, ya nada… -Chica- ¡Eso no puede ser! –Anciana- ¡Estúpida! ¡Respeta lo que dicen tus mayores! ¡Así es! Yo no puedo hacer más. Se queda Bestia como Bestia. –Muchacha- ¡Esto es intolerable! –Ambas girándose hacia nosotros- ¡Pues no puedo deshacerlo! Ajo… ¡Lo siento mucho! Yo… Y agua. ¡No pasará nada porque te quedes así! Total… Trataré de recompensaros de alguna manera… ¡Ya te quiere la rata de biblioteca esta!... ¡Vámonos, vieja chocha!
            Un destelló inundó la habitación y todo comenzó a cobrar vida. ¡Todo el castillo se movía! Lumiére y Ding-Don llegaron a paso apresurado y pudimos salir justo en el momento en que todo el complejo se arrodilló a la Bestia entendiéndola como su señor.
Mientras todo esto ocurría, Bella me llamó aparte y me dijo:
-Padre, sé que no quieres que me separe de tu lado, pero quiero venir a vivir con la Bestia y… bueno…
-¡SOLO CON LA CONDICIÓN DE QUE PUEDA ESTAR YO TAMBIÉN!
Me abrazó entusiasmada y entramos en nuestra nueva morada.

            Han pasado tres años. Bella se casó con la Bestia, yo me vine a vivir con ellos y ahora me dedico a ser el mecánico del castillo. Pues vamos pueblo por pueblo con la biblioteca a cuestas. Somos una escuela ambulante. Creo que nunca podría haber soñado con una pareja mejor para niña… Si no fuera por todos los pelos que suelta…
-¿Más té, Monsieur?
-Desde luego, Lumiére, desde luego…






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