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jueves, 30 de marzo de 2017

Los bailes quedaban lejos.


Los bailes que quedaban lejos.
Margerite-23

Las bombas caían por todas partes, haciendo saltar tierra, madera, metal y engranajes a partes iguales. La soldado Margerite-23 se arriesgó a salir de la trinchera, junto a otros compañeros y una enrome bolsa, para recoger las piezas que fueran reutilizables: piernas, brazos, alguna cabeza, órganos de muelle y tela. Intentó aguantar su horror al ver los ojos de cristal mirándola con fijeza y el aceite correando entre sus dedos. Metió las piezas rápidamente en la bolsa, hasta que una bomba estalló pocos metros delante de ella, lanzándola hacía atrás. Sintió un pitido en los oídos y el éter recorriendo sus mejillas, miró su abdomen y pudo ver que su relleno de lana y mejunjes químicos mostrando su interior. Se arrastró despacio hasta la trinchera donde estaban los mecánicos intentando hacer lo que podían. Varias de las ayudantes gritaban para llamar a los especialistas, pero Margerite-23 no era capaz de escucharles. Sus oídos se habían estropeado.
Todos eran autómatas como ella. Todos eran carne de cañón, enviados a una guerra con los alemanes sin posibilidades de salvación.
Los humanos decían que no podían ser capaces de tener miedo, que su cuerpo solo era un amasijo de material inorgánico. Entonces, ¿por qué siempre le temblaba su cuerpo o deseaba gritar a cada poco? En cambio, en su pecho estaba la tarjeta perforada con sus instrucciones, diciendo que no era capaz de tener pánico.
Dejó una bolsa al lado de James-41, el viejo chambelán de aquella fiesta sin fin que había sido su vida. Ella se había dedicado a bailar día y noche para la niña reina, que creaba sus cuentos de hadas con aquellos enormes armatostes sin vida; mientras, el hombre enjuto había pasado a ser un guardián del orden y la decencia, a un reprogramado que podía curar a sus semejantes, que batallaban en una lucha humana.
―Que no se desperdicien vidas ―exigió el rey mirando a las muñecas gigantescas de su niña.
Margerite-23 miró cómo los mecánicos se giraban a ella. La cogieron y la colocaron encima de una mesa de reparaciones. Sintió como hurgaban en sus vísceras, intentando repararla y recomponerla. Miró a los allí presentes sin saber qué hacer, escuchó un sollozo proveniente de su garganta y se sorprendió; no sabía que era capaz de hacer eso, tampoco de que su pecho latiera angustiado o que su cabeza fuera capaz de recordar las imágenes de sí misma ataviada con un gran traje y moviéndose con un guapo autómata enmascarado. Sonrió al recordar los buenos tiempos en los que no tenía angustias ni tampoco necesitaba pensar. En los que no pasaba las noches en vela escuchando gritos de dolor, vidas que no eran tales apagándose y ella intentando sobrevivir con una mente que nunca le correspondió.
James-41 apartó a los demás y la cogió en brazos con suavidad. Margerite-23 sintió que sus piernas apenas podían sostenerse, aun a pesar de su rigidez.
―Baila conmigo, preciosa muñequita ―pidió el chambelán moviéndose―. Baila una última vez. Por lo viejos tiempos, por los bailes que quedaron atrás.
Y ella pateó mientras el hombre la movía con dulzura por la carpa. Sabía que lo hacía porque se conocieron cuando eran ingenuos y felices. Se apoyó en su hombro y cerró los ojos, volviéndose a ver abrumada por los recuerdos, consiguió llorar una única lágrima de éter antes de desconectarse y ser arrojada a un lado, donde se guardaba la chatarra para reparar a los que aún tenían posibilidades.

Escrito por Laura Alfranca.

(Publicado en Ácronos, y cedido a SPM.)

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