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domingo, 20 de noviembre de 2016

Día Internacional del Niño 2016 Vol.1

Con motivo de el día internacional del niño, desde Steampunk Madrid, queremos festejarlo y potenciarlo por ello propusimos a todos nuestros amigos del movimiento retrofuturista que participaran en este juego literario, en el que les pedíamos que hicieran una versión retrofuturista de un cuento infantil, debido a la amplitud de este juego y al número de participantes saldrá dividida en varios fragmentos, esperamos que todos sean de su agrado.

Así que sin mas preámbulos:

El Cumpleaños de la Infanta
(Cuento de Oscar Wilde, Versión de Cecily Cogsworth)

Era el cumpleaños de la infanta y ella cumplía doce años. Aunque era una princesa de verdad y una infanta de España, solamente celebraba un cumpleaños al año, igual como todos los niños, incluso los niños más humildes. Por eso, era de importancia que ella tuviera un día espléndido para esta celebración. Y un día espléndido era. Ciertamente brillaba el sol a través de los bancos de humo producidos por los carruajes de vapor que llevaban los invitados al palacio.
La princesita paseaba por la terraza que daba a los jardín de flores mecánicas con sus compañeros, hijos de los grandes de España. Había una gracia melancólica que transmitían estos niños vestido de blanco y negro, cada uno envuelto en las delicadas filigranas plateadas o cobrizas que les cantaban, les contaban historias y les mantenían en contacto con sus ayas y tutores. Tales filigranas eran obras de los artesanos toledanos, expertos magistrales en la fabricación de artilugios ingeniosos y asombrosos. Parecían mucho a los flores esmaltados del jardín, delicados y frágiles.
La infanta estaba vestida en satén color gris de acero. En una mano sostenía una maravillosa rosa esmaltada nívea que ocultaba entre sus pétalos un mecanismo que canturreaba coplas y tonadillas compuestas para la ocasión de su cumpleaños. Era una regalo del gremio de los artesanos de toledanos y de todos los regalos que había recibido, era su favorito del momento.
Desde una ventana del palacio el rey triste observaba a su hija. Estuvo acompañado por su hermano don Pedro de Aragón. Más triste que nunca estaba el rey, porque vió que la infanta era el imagen viva de la reina a quien adoraba, ya muerta hace años. Ella era una flor delicada y alegre, hija del rey de Francia, del corte de los Valois, pero palideció y desvaneció en poco tiempo al llegar a España, solamente seis meses después del nacimiento de su hija, la infanta. Ni el amor apasionado del rey ni los mejores médicos moriscos podían salvar la vida de la reina y habían los que afirmaban que murió ella envenenada por un par de guantes, regalo de don Pedro de Aragón.
Toda la desdicha de la pérdida de su amada reina invadió al rey mientras contemplaba la alegría desenfadada de la infanta, ahora jugando al escondite con sus compañeros en la terraza. No aguantaba más ver aquella sonrisa ni los ademanes graciosos que le evocaban los tiempos de felicidad perdida. Cuando la infanta miraba a la ventana donde estuvo su padre y vió que él se había retirado, hizo una mueca de desagrado.
¿Qué podía ser más importante que ella misma en el día de su cumpleaños? ¿Los aburridos asuntos de estado que ocupaba el tiempo del rey? ¡Que fastidio!
Desde luego, su tío, don Pedro de Aragón, le trataba mucho mejor, con cumplidos y muchos regalos. Incluso había organizado una corrida de toros en su honor y una exhibición de diversos acróbatas mecánicas.
Don Pedro bajaba a la terraza y escoltaba la infanta a una silla de marfil, donde pudo presidir el espectáculo taurino. Claro que no se trataba de toros vivos (¡y peligrosos!), pero de toros fabricados por los ingeniosos artesanos toledanos. Bramaban, daban coces, y respondieron al capeo de los jóvenes de la corte que se prestaron a participar en el espectáculo. Los vítores y aplausos duraron mucho tiempo, hasta que comenzó la presentación de acrobacias.
Los autómatas presentados por los toledanos eran, con mucha diferencia, los más asombrosos entre todos los conjuntos que actuaban. Pero no eran los más populares. Este honor, por muy curioso que puede parecer, cayó al pequeño acróbata hecho por los campesinos de Liétor.
No tenía nada que ver con los mecanismos sofisticados de los catalanes ni mucho menos de los toledanos. No. Era un artefacto burdo, construido por chapas de hierro oxidado, y otros verdaderos desechos que habían sido recogidos durante mucho tiempo por estos campesinos, y luego burdamente ensamblados en una figura de piernas desiguales, espalda torcida y movimientos torpes, grotescas.
Eso sí, por arte de los lares de Lietor, este autómata había sido imbuido con un corazón, con sentimientos. Era un regalo del cariño y afecto humilde para el cumpleaños de la infanta.
En cuanto empezó el pequeñajo su actuación, comenzaron las risotadas de la corte. Nunca había visto semejante espectáculo tan absurdo, tan ridículo en palacio. El caso es que ninguno de los cortesanos, ni mucho menos la infanta, había presenciado una celebración de la cosecha ni una boda campesina. Entonces pensaron que el autómata de Liétor ofrecía una glosa irónica del arte de los acróbatas artificiales. La infanta mostró su agrado, lanzando al contrahecho la rosa de esmalte blanco que llevaba. Y luego ordenó que quería ver de nuevo la actuación del acróbata por la tarde.
Ya era la hora de la merienda, y la corte se retiraba de la plaza para entrar en palacio, donde don Pedro de Aragón tenía preparado viandas exquisitas y una torta de cumpleaños decorado con
las armas e insignias de la infanta. Mientras tanto, el autómata de Liétor quedó en la mitad de la plaza de toros, embelesado con la rosa mecánica.
En cuanto fue informado del deseo de la infanta de verle actuar de nuevo, el pobre autómata de Liétor correteaba por los jardines del palacio, loco de alegría. Pensaba que la rosa y el orden de la infanta eran pruebas de amor y besaba una y otra vez a la rosa, la rosa maravillosa que le había arrojado la infanta.
Deseoso a proclamar a la infanta su deseo de interpretar sus mejores acrobacias para ella, no solo aquel día, pero todos los días de su vida, el autómata entró el palacio. Su corazón inocente latía con fuerza mientras buscaba en sala tras lujosa sala por su amada infanta.
Por fin abrió una puerta y vio, al otro lado de una sala magníficamente amueblada, vio una figura que le miraba.
¿Era la infanta?
No. Era un autómata feo, burdo, grotesco y verdaderamente ridículo.
Se acercó al otro y notaba que también llevaba una rosa de esmalte blanco en la mano. Vió cómo cada ademán suyo fue copiado por el otro con una asombrosa exactitud. A la medida que se acercaba al otro, entraba una sospecha en su corazón.
Ya estuvo tan cerca que pudo extender una mano, cosa que también hizo el otro. Cuando toco, no una mano, pero una superficie fría como los vientos de febrero, entendió todo.
Era un espejo.
Ahora entendió las carcajadas de la corte y el gesto burlón de la infanta al arrojarle una rosa.
Se alejó del espejo para no ver su imagen y se arrastró penosamente hacia una sombra y allí se quedó gimiendo.
En aquel momento la infanta entró con sus compañeras por la puerta abierta y cuando vieron al autómata de Liétor en el suelo golpeando el piso con el puño cerrado, estallaron en risotadas alegres y se acercaron a él.
-Muy divertido -dijo la infanta-; casi parece que está afligido, casi como una persona.
Y aplaudió.
Los sollozos del autómata de Liétor fueron cada vez más apagados; de pronto dio un suspiro extraño y se llevó la mano al costado. Luego se dejó caer y se quedó inmóvil.
-Admirable -dijo la infanta después de una pausa-; pero ahora quiero que actúes para mí otra vez.
-Sí -exclamaron todos los niños de la corte-, levántate, porque nos haces reír mucho.
Pero el autómata de Liétor no respondió. La infanta golpeó el suelo con el pie y llamó a su tío, don Pedro de Aragón.
-El autómata de Liétor no se mueve-le dijo-, arréglale para mí.
-Habría que llamar a los artesanos de Toledo- dijo don Pedro.
Pero el chambelán de palacio tomó aspecto grave y se arrodilló junto al autómata de Liétor y le tocó el corazón. Después de unos momentos, se levantó, y, haciendo reverencia a la infanta, le dijo:
-Amada princesa, vuestro divertido homúnculo no volverá a actuar más. Ojalá pudiera, porque era tan absurdo, que pudo haber hecho sonreír al nuestro señor, el rey.
Pero ¿por qué no? -preguntó la infanta riendo.
-Porque este autómata de Liétor fue dotado de un corazón, y eso se le ha roto -respondió el chambelán, quién sabía que los lares de Liétor habían hecho justo eso, dado un regalo especial para la infanta.
La infanta se quedó pensativa por un momento y luego, y sus labios dibujaban una sonrisa con desdén.
-Entonces, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón -exclamó.
Y salió corriendo hacia el jardín.

Aladin y la lámpara magica
(Por Ascen Martin)

En una ciudad de China, vivía un modesto sastre llamado Mustafá. Tenía un hijo llamado Aladino, el cual prefería la buena vida antes que aprender el oficio de su padre.
Al morir el sastre, Yang, viuda de Mustafá, tuvo que vender la sastrería ya que no tenía dinero para crear o comprar un autómata que se encargara del trabajo. Dedicaba un montón de horas a hilar algodón y lanas para tener algo que comer.
Aladino estaba paseando con sus amigos cuando se encontró con un monje musulmán, en realidad era un viajero africano con poderes mágicos que viajó desde África hasta China con su zepelin propulsado a vapor.
 Por fin te encontré querido sobrino, hace tiempo que no veo a mi hermano – dijo el impostor.
 Mi padre murió hace tres años.
 Qué desgracia – Mohamed miró al chico de arriba abajo – no puedo permitir que mi único sobrino vaya vestido de esta manera.
Fueron a las mejores tiendas dónde le compró los mejores trajes ingleses con un sombrero mediano de copa para que pareciera de una buena familia. Aladino le invitó a casa a comer, Mohamed empezó a engañar a Yang con las mismas mentiras que a Aladino, añadiendo que no paraba de viajar con su zeppelin de vapor por África, por eso la familia de su marido le daban por muerto.
 Haré de Aladino el mejor mercader de la ciudad.
La mujer confiaba en el extraño ya que vistió a su hijo con buenos trajes, les invitaba a comer deliciosos manjares y les compraba antojos de vez en cuando. Esperó a que Aladino y su madre confiaran mas aún en él para llevar a cabo su plan.
 Vamos a dar un paseo por las afueras de la ciudad, os enseñaré algo importante.
Se encaminaban hacia un bosque apartado de la ciudad, al cabo de un rato se sentaron en unas rocas.
 Te encomendaré una misión muy importante, realizaré un embrujo y te daré instrucciones exactas de lo que deberás hacer.
Al realizar el hechizo apareció una gran losa de metal con una argolla en el centro, al abrirla apareció una gran fábrica abandonada.
 No debes coger nada de lo que veas, olvídate de los tesoros, debes traerme la lámpara vieja de gas.
Aladino comenzó a entrar a la vieja fábrica, estaba llena de cables, restos de carbón y cenizas, al seguir caminando encontró restos de autómatas, armas y maquetas de vehículos de vapor, planos, cuadernos con apuntes.... fascinado se guardó algunos planos y cuadernos.
Al final llegó a la lámpara, a pesar del desastre, estaba intacta y de vez en cuando soltaba pequeñas nubes de humo. Al observarla pensó por qué el hechicero querría esa chatarra. Mientras regresaba seguía guardando mas y mas planos. Al subir vió a Mohamed realmente enfadado, amenazándole que le diera la lámpara retrocedió, el hechicero enfadado cerro la vieja fábrica con él dentro.
Recordó el anillo que le había dado el hechicero, repentinamente salió un genio.
 Por favor, sácame de aquí.
Y así fue, el genio sacó a Aladino de aquella vieja fábrica con todo lo que había recogido. Se dirigió corriendo a su casa a contarle a su madre lo sucedido y qué encontró en la fábrica.
Su madre le contó que el hechicero regresó con su zeppelin a África, Aladino estaba muy contento, ya que podía crear autómatas para que trabajaran para él y podría seguir haciendo el vago toda su vida. Empezó a limpiar la lámpara y para su sorpresa salió un genio.
 Soy el genio de la lámpara, soy tu esclavo, ¿qué deseas?
Genial, podría crear autómatas sin tener que mover ni un dedo...
 Quiero unos cuantos autómatas para que trabajen para mí y también un gran fabrica de telas para crear los mejores trajes del siglo.
Todo les iba genial, tejían los mejores vestidos de franela y terciopelo, para caballeros los mejores sombreros y camisas. Pero un día paseando, vió una princesa bellísima y quedó enamorado de ella.
Aladino ofreció sus mejores vestidos diseñados por el mismo a la princesa, pero al rey le parecía poco, quería joyas y oro. Aladino sin pensarlo ordenó al genio todo lo que el rey pedía.
El rey al ver las riquezas de Aladino se encargó de lo preparativos de la boda, el genio creó un gran palacio al lado del palacio del rey.
Todo parecía ir muy bien hasta que Mohamed se enteró que Aladino seguía vivo, regresó con su zeppelin hacia China para vengarse de Aladino. Se disfrazó de mendigo para engañar a la princesa.
 Cambio lámparas viejas por estas nuevas y relucientes – gritaba por toda la ciudad.
Los niños no paraban de reirse del mendigo, la princesa cogió la lámpara algo desgastada de Aladino y se la cambió por una nueva. El hechicero aprovechó para quitarle todo a Aladino, el rey asustado mandó llamarle para saber dónde se encontraba su hija.
 Sabía que tus riquezas provenían de algún hechizo del maligno, si mi hija no aparece te cortaré la cabeza.
Acabó encerrado en una celda, no recordaba que aún llevaba el anillo del genio negro, de los nervios se frotó las manos y apareció.
 Soy el genio del anillo, manda y obedezco.
 Necesito que me devuelvas a mi esposa, el palacio y la fábrica.
 No tengo la magia suficiente para eso, pero puedo llevarte hasta ella.
El genio le llevó hasta su palacio que había sido trasladado a África, allí encontró a su esposa que se alegró al verlo.
 Quiere que me case con él - dijo la princesa llorando.
 Tranquila, le pediré al genio veneno para acabar con él, di que accedes y cuando le beses, échale el veneno en el vino.
Dicho y hecho, el hechicero acabó muerto en la alfombra, Aladino pidió regresar a China, en menos que canta un gallo ya estaban en China, el rey salió corriendo para abrazar a su hija.
 Perdóname Aladino, te juzgué mal.
A los pocos días estudió mejor los cuadernos, creó nuevos inventos que ayudaron a los pobres a sacar mejores cosechas, calderas mejoradas de vapor para calentar sus hogares y pequeños zeppelins para descubrir el mundo de alrededor.
La gente del pueblo estaba muy contenta del gran avance y los genios apenas tenían que trabajar ya que las fábricas y los inventos les daban el dinero necesario para vivir.



La aprendiz de automatista
(Escrito por Eric Rohnen)

En un pueblo del sur de Francia vivía una chica llamada Victorique, que por las mañanas iba al colegio y por la tarde ayudaba a un viejo automatista en su taller a las afueras. Allí aprendía poco a poco el oficio viendo al hombre crear y reparar máquinas y mecanismos, y soñaba con ser un día una afamada constructora de autómatas, personas de metal que podían llevar a cabo cualquier trabajo sin rechistar. Sin embargo, por más que ella le pedía que le permitiera probar lo mucho que sabía, su maestro no le dejaba aún tocar los delicados engranajes y palancas. No estás preparada, le decía, y ella se tenía que conformar y ser paciente.

 
Pero sucedió un día que el automatista tuvo que marchar a la ciudad para buscar un repuesto del que no disponía para la bomba que extraía agua del río y la llevaba hasta el depósito de su taller, una tinaja tan grande que había que subir al piso de arriba para alcanzar su boca. El maestro pidió a Victorique que ocupara su tarde en acarrear cubos de agua desde la orilla para poder encender la caldera de vapor, para que a su regreso pudieran recuperar el trabajo atrasado. Sólo estaré fuera unas horas, le advirtió, pero es muy importante que cumplas esta misión que te encargo.
Sin embargo, Victorique era impaciente y estaba convencida de ser tan buena como su maestro, y antes de que el automotor de éste desapareciera en un recodo del camino y sólo se viera de él un penacho de humo blanco, ya había corrido hasta el cobertizo cercano al taller. No iba a encargarse ella de un trabajo tan laborioso y cansado como llevar cubos de agua cuando podía activar a un autómata para que lo hiciera él. Así pues, puso manos a la obra, y se dirigió al panel desde donde se daban órdenes a aquellas máquinas que parecían personas. Esto va a ser muy fácil, pensó ella, y cuando mi maestro regrese, seguro que reconocerá lo mucho que he aprendido.
Poco tiempo después, el primer autómata de la fila se puso en marcha, primero una pierna, luego la otra, y esperó obediente a que Victorique le diera sus órdenes. La chica no tardó en entregarle dos grandes barreños y guiarle hasta el río. Coge tus cubos y llénalos en la orilla, le mandó. Una vez lo hizo, abrió camino hasta la casa del automatista, situada en la planta de arriba del taller, subiendo por la escalera exterior. Echa el agua en la tinaja, le indicó a continuación, y luego repite hasta que te indique que te detengas. Desde allí mismo, la chica contempló cómo el hombre de metal salía de la casa camino del río, y se dirigió contenta al taller de la planta baja. Se acomodó en un viejo sofá que su maestro tenía allí para descansar entre placas de metal, cajones llenos de piezas y herramientas por todas partes, y en un momento había caído dormida, satisfecha por haber tenido la gran idea de usar al autómata.
Los resortes y ruedas del sirviente le guiaron sin falta una vez más hacia el río, pasando por delante del cobertizo donde había dormido junto a sus hermanos. Sin embargo, Victorique había sido descuidada, y no sólo había despertado a uno de ellos, sino a todos los que allí había. Y como los había dejado sin órdenes que cumplir, éstos rápidamente decidieron copiar las que estaba cumpliendo su compañero metálico. Los autómatas no tenían cubos a su alcance, así que cogieron toda cubeta, barreño, palangana y recipiente que encontraron a su alrededor y formaron una procesión que constantemente bajaba hasta el arroyo, cargaba agua, subía hasta la cocina de la casa, la echaba en el depósito y luego repetía el camino, una y otra vez. ¡Qué visión tan asombrosa, y qué susto se iba a llevar la chica al despertar!
Y es que, mientras Victorique soñaba plácidamente en la butaca de su maestro, los autómatas colmaron la gran tinaja de la cocina, y no habiendo recibido ninguna orden de su ama, siguieron repitiendo su labor sin cansarse ni un poco. El agua caía de sus cubos y cubetas, se derramaba puesto que ya no cabía ni una gota más, y luego corría por la empinada escalera que bajaba directa de la cocina al taller. Era tanta agua la que se desbordaba, que formó una cascada que rápidamente comenzó a inundar el piso de abajo. Y como las puertas y ventanas estaban cerradas, pronto el taller se convirtió en una piscina en la que flotaban cajas y libros, e incluso el viejo sofá donde dormía la chica.
Sobresaltada por el movimiento, Victorique despertó asustada, descubriendo que su lugar de trabajo estaba lleno de agua y que un torrente imparable bajaba desde el piso de arriba. Corrió hacia la puerta principal para abrirla y dejar que el lugar se vaciara, pero sus pies se resbalaban en el suelo embalsado y no podía mover el pesado cerrojo. Desesperada, intentó subir la escalera para escapar y dar la orden de parar a la fila de autómatas que veía por los cristales repetir una y otra vez su recorrido del río a la cocina y de la cocina al río, pero el agua bajaba con tanta fuerza que podía con ella y la llevaba de vuelta al taller.
En ese momento, el automatista regresó de la ciudad en su automotor, y aunque desde lejos le sorprendió ver la procesión de aguadores ir y volver de su casa, no fue hasta que se acercó que descubrió que el agua se escapaba de su taller por todo agujero y grieta en la paredes, por toda junta en la puerta, y por todo cristal roto en sus ventanas. Comprendiendo rápidamente que aquello era obra de Victorique y que podía estar en peligro al no verla, gritó a todos los autómatas que se detuvieran, corrió hasta la entrada, agarró un gran hacha que tenía allí para cortar leña, y de un tajo rompió el cerrojo. La puerta se abrió de golpe y el taller se vació en un instante, arrastrando consigo todo lo que allí había. La última en salir, ya que se había agarrado a la pesada caldera, mojada hasta la cabeza y con la mirada fija en el suelo, avergonzada, fue su joven aprendiz.
Su maestro no tenía que preguntarle qué había sucedido, y ella no tenía que decir nada para que éste supiera que había sido culpa suya. Temiendo que, enfadado, le ordenara irse para no regresar nunca, esperó a que el automatista mandara a los hombres de metal que se fueran a su cobertizo, y vió cómo éste regresaba de allí con una escoba en la mano. Has aprendido mucho, le dijo, pero aún no lo suficiente. Antes de mandar a una máquina que haga tu trabajo, tienes que estar preparada. La miró severo, pero lo único que hizo con la escoba fue entregársela a ella. Ahora ve y empieza a arreglar el taller, tenemos muchos encargos que completar hoy.
Y así fue como Victorique aprendió que la arrogancia es un gran defecto, y que la paciencia es una gran virtud.
En homenaje a Goethe, Dukas y Disney.

La nube de vapor
(escrito por Tony Rottenapple)

Era noble. Tan noble que no había trabajado en su vida, lo que a efectos prácticos le había quitado toda la nobleza que pudiera llegar a haber tenido alguna vez o que pudiera llegar a tener en el futuro. De familia adinerada, nunca se le había dado bien ninguna cosa que no fuera tener el espíritu disperso, el ánimo atribulado y la cabeza llena de fantasías. Muchos especialistas en este tipo de dolencias lo habían diagnosticado con una palabra cada uno. Términos complejos que sus allegados y conocidos habían unificado en el popular y más asequible concepto de “raro”. El pobre señor Manrique, como le llamaba el servicio en casa de sus padres, había cumplido los cuarenta hacía ya algunas primaveras. Sin trabajo, sin amigos y sin pareja, ni ganas de encontrar cualquiera de ellos, el maduro y ocioso aristócrata se pasaba el día vagabundeando por una ciudad que detestaba. Cuando su madre preguntaba al mayordomo en el salón o al chofer en el garaje dónde se encontraba su hijo, estos nunca sabían dar una respuesta concreta:
- No sabemos- respondían. - Acaso estará en aquel puente elevado de la M-30 donde pasa las horas nocturnas contemplando las luces de los coches, preguntándose quizás dónde va todo el mundo; o en aquel descampado, asqueándose de la vida de adictos y mujeres de moral relajada; o tal vez acurrucado en el último asiento del último vagón de la línea circular del Metro, dando vueltas sin rumbo por el subsuelo. En cualquier parte estará menos en la oficina de empleo.
En efecto, el señor Manrique amaba la soledad como jamás ningún otro amante se hubiera entregado a su objeto de deseo. Amaba la soledad porque, arrullado en su seno, se entregaba a la ensoñación de un mundo del que deseaba formar parte como ninguna otra cosa. Un lugar donde la quema generalizada y masiva de combustibles fósiles no hubiera intoxicado el aire, robado las estrellas a la noche y el silencio al día. Un sitio sin vileza y falta de educación. Un mundo que todavía no hubiera perdido las buenas formas y el decoro. Un reino de regios caballeros y damas arrojadas.
Volar. Había nacido para recorrer el mundo en un zepelín capaz de surcar el cielo en silencio sin asesinar el aire ni matar al viento. Correr aventuras fantásticas agarrado del estribo de una antigua locomotora, cabalgar a lomos de una bestia de monta inexistente, o acariciar las nubes sobre un albatros gigante.
Entregado a estas ensoñaciones se encontraba el no tan joven señor Manrique a orillas del Manzanares. Contemplaba surcar las aguas fecales de una ciudad titánica en busca de una idea, de una sensación. Con un poco de suerte, tal vez de una lágrima.
La luna llena hacía brillar el agua. Tortugas horribles cubiertas de inmundicia emergían del fondo, tal vez queriendo alcanzarla. En el horizonte, la ciudad se recortaba luminosa en contraste con el cielo nocturno.
La media noche tocaba a su punto. La luna se encontraba ya en lo más alto del cielo cuando el señor Manrique consideró que era hora de abandonar su lugar de meditación tras haber tenido una breve conversación con uno de sus queridos conciudadanos.
- ¡Eh, esa bici es mía!
- Ah, no sé. Como la había visto aquí apoyada creí que...
- ¡Suelta mi bici y vete con viento fresco, malandrín!
- Sin faltar ¿eh? Encima de que uno se preocupa por los objetos perdidos. ¡Abrase visto...!

Recuperando su fiel corcel a pedales, Manrique se disponía a volver a casa de sus padres cuando exhaló un ligero grito de júbilo, presa de la sorpresa que supone encontrar algo deseado en un vertedero. A lo lejos, allá en lontananza, había podido vislumbrar, tan solo un momento sobre el cielo, una estela blanca, que flotó un segundo por encima de los edificios antes de desaparecer. No podía tratarse más que de una bocanada de vapor de agua, exhalada sin duda por una locomotora steampunk.
El tren sin duda pasaba de forma excepcional por la urbe para recoger a los viajeros que quisieran montar en él. Su destino: lejos de allí.
Sin perder un segundo se montó en su bici y se lanzó a su persecución. Atravesó el puente de Toledo como una exhalación, pedaleando con toda la fuerza que podían proporcionarle sus piernas. Impulsado por la emoción del maravilloso hallazgo así como por el temor de no ser capaz de alcanzarlo. Subió hasta la puerta de Toledo, entrando en la misma rotonda y cruzando el monumento sobre su vehículo. La gente le miraba atribulada sin otra cosa que hacer que juzgar a todo aquel que no fueran ellos mismos. Al ver a un “cuarentón” sobre una bici de bmx sin marchas le señalaban con el dedo y se tapaban la boca con la otra mano mientras exclamaban entre sí:
- ¡No es uno de los nuestros! ¡No es uno de los nuestros!
El señor Manrique jadeaba exhausto ignorándoles mientras intentaba encontrar el rastro que había perdido.
Contemplaba el cielo nocturno, enfebrecido y sudoroso, temiendo no ser capaz de volver a encontrarlo cuando nuevamente pudo ver por el rabillo del ojo aquella familiar estela blanca. Entre el estruendo de los pitidos producto del tráfico agresivo pudo incluso distinguir el silbato que sin duda había accionado el maquinista para anunciar su llegada a la estación. ¡Pues claro! La estación. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
Torciendo a su derecha bajó por la ronda de Toledo con una velocidad por encima de la prudencia para luego, en Embajadores, coger la Ronda de Valencia hacia Atocha.
La forma en la que surcaba el tráfico rodado habitual provocaba que taxistas cordiales y conductores conciliadores le dedicaran unas breves palabras de aliento:
- ¡Quita de en medio, lechuguino!
- Vete a pasearte en bici al Pardo, gaznápiro.
- ¡Berzotas!
Él apenas les prestaba atención, imaginando cómo sería alejarse de aquella ciudad absurda para no volver, o cómo sería viajar en un tren como aquel. Ya era capaz de visualizarlo: impulsado por una enorme locomotora equipada con una voluminosa caldera y cubierta de tuberías metálicas para conducir el vapor de agua de un lugar a otro. El maquinista incluso llevaría una de esas gorras ferroviarias así como unas gafas que protegieran sus ojos de los escapes de vapor así como del viento producido por la marcha.
Llegando finalmente a la estación de Atocha tiró la bici sobre la acera y corrió hacia los andenes, desesperado por subir a aquella enorme serpiente de cobre y madera. Sabía que su bici no duraría en la calle ni dos minutos antes de que la robaran, pero no le importaba. Tenía la esperanza de no volver a necesitarla.
Sin embargo al llegar a los andenes su ilusión se trocó en decepción cuando no pudo ver aquella maravilla mecánica que había imaginado. En una sala de espera acristalada con vistas a los trenes estacionados la gente le miraba por encima de sus móviles, comprendiendo tal vez su agitación. “Este ha perdido el tren” pensaban. No sabían hasta qué punto era cierto.
Manrique se lanzó corriendo a la ventanilla de venta de billetes. Tras un grueso cristal que ahogaba sus palabras se sentaba un hombre de una edad parecida a la de nuestro protagonista. Altivo como un duque y borracho de orgullo por tener un puesto de trabajo que muchos ya quisieran, contempló al sudoroso aristócrata arrugando la nariz con displicencia. La placa que colgaba de la solapa de su uniforme rezaba: Alonso de Valdecuellos.
- ¡Dónde está!- profirió el pobre Manrique. ¿En qué andén para? ¿Hace cuanto ha salido? ¿Cuándo va a volver?
- ¿Qué? ¿Cuál? Mire, haga el favor de no apoyar las manos sobre el cristal.
- ¡Responde animal!
- Oooooiga oiga oiga. Tenga un poco de respeto ¿eh? Que uno es un profesional y no está aquí para escuchar gritos de nadie. Bien, a ver: que está buscando.
- ¡La locomotora de vapor! El tren antiguo. ¡Ya sabe! Exhala vapor de agua. ¡La he visto entrar en la estación hace nada!
- ¿Seguridad? Acudan a taquillas, por favor.- ladró por un intercomunicador el muy honrado señor Valdecuellos sin perder de vista a nuestro muy desencantado señor Manrique.

Después de aquello el solitario aristócrata apenas salió de su cama.
El servicio intentaba animarle de la mejor forma que podía:
- Señor, ¿Porqué no sale de la cama y busca trabajo? Ganar su propio dinero le ayudará a sentirse bien.
- ¿Dinero?- respondía él. – El dinero es una nube de vapor.

Su padre hacía tiempo que le había dado por perdido, pero su madre también intentó sacarle de la cama:
- Vamos, hijo. Levántate. Ya sé que esta no es la vida que te habría gustado llevar. Pero todos tenemos que vivir la realidad como es, y no como nos gustaría que fuera.
- La realidad solo es una nube de vapor- respondía él con la vista perdida más allá de la pared de su habitación. Elevándose por encima de los grotescos edificios color azabache y los rostros retorcidos de sus conciudadanos. Escudriñando el infinito. En busca de aquel mundo que se escondía tras la nube de vapor.

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